Mi primer cubalibre; por Guillermo Jiménez
Coincido con Dimitri Verhulst, escritor alcohólico y cocainómano —quien, mientras bebe todo lo que entalla, teme seguir los pasos de su padre, borracho terminal fallecido joven—, cuando en su libro Nuestro corresponsal en el vacío cuenta que leer literatura de borrachos le da sed.
A mí ya no, pero
cuando leí de joven las novelas y cuentos de Charles Bukowski, en fin,
pues eso, que me pasaba lo mismo: la Movida emeritense de la calle John
Lennon, el Maykel´s, el Menfas, el Picú, el Borsalino, el Ropero, el Juan,
el Pablo, el Miguel, la Muralla, la Risa del Cartero, el Mirador, el Travel... ya
tú sabes, me daba sed.
Pero yo he venido aquí a hablar de la primera vez que me bebí un cubata, un Larios con cola concretamente. Estudiaba octavo de EGB, fuimos a casa de DL, que nos daba Gimnasia (antes no se decía Educación Física o Ciencias del Deporte), Matemáticas y Ciencias Naturales y era el entrenador del equipo de fútbol del colegio.
Por las tardes me
libraba de ir a clases porque —decía— iba a entrenar con DL y del colegio al
estadio Municipal (detrás de la portería del fondo sur).
Aquel viernes por la
tarde, después del entrenamiento, DL nos llevó a su casa a tres del equipo de
fútbol: a ALSD, a JVLP y a mí.
DL vivía de alquiler —eso
le escuchamos— cerca de la Puerta de la Villa, en una calleja estrecha como
cuello de botella que va desde la calle Sagasta hasta Hernán Cortes. En el
número 11 de la calle Parejos vivía. Cómo olvidar el mítico lugar dónde uno
bebió su primer cubalibre (antes no se decía cubata, ni Larios cola ni
coctel de ginebra, se decía directamente cubalibre).
De esa jornada
recuerdo los nervios de la primera vez, que estaba deseando salir de allí para
contarlo, un cubata no se bebe todos los días y menos con trece o catorce
años.
Y eso que el alcohol
lo conocíamos sin saberlo. A quién no le han dado —de mi generación— una
cucharada de quina Santa Catalina para que le entraran ganas de comer. Y
quiero recordar que en algunas Navidades nos pasaban un sorbito de champán
(como en la canción) que más que champán o cava era sidra El Gaitero, y también
haber probado alguna vez vino tinto con casera blanca.
Si embargo, la cerveza,
ya fuera Águila, Cruzcampo, Gavilán o Skol, no llegué a probarla hasta que no
fui mayor.
Pero ese día, con DL,
no solo bebí mi primer cubalibre sino que también fue la primera vez que vi
un barco metido en una botella de cristal.
DL lo tenía expuesto
en la mesa del saloncito de su piso. Nos dijo que lo había hecho él solo. Por
mucho que le imploramos, no nos contó cómo consiguió meter el barco allí
dentro. Nos parecía asombroso e imposible.
¿Cómo cabía un barco
tan grande por un cuello tan estrecho? Hicimos nuestras conjeturas —cubalibre
en mano—: o lo hizo con una aguja de coser pegando palillo a palillo dentro de
la botella o lo había comprado ya hecho en algún viaje a China. Cualquiera
sabía. Por más que insistimos, no nos lo dijo. Pero ahora ya lo sé.
Para meter un barco
hecho de palillos en una botella, hay que construirlo con la base no muy ancha
para que quepa por el cuello de la botella y —esta es la clave— con los
mástiles plegables y atados con un hilo. Antes de pasar el barco por el
principio de la botella hay que plegar los mástiles y con ellos se pliegan
también las velas. Lentamente y doblado, se mete el barquito dentro de la
botella y una vez allí, se tira con cuidado del hilo levantando los mástiles y
las velas. No queda mal el truco. Lo vi el otro día en un vídeo de YouTube.
Lo bueno de la
adolescencia es que es la edad de los asombros, los entusiasmos, las
decepciones y el “endurecimiento”. Y todo ayuda. Luego la vida te lleva y
te trae.
Dimitri Verhulst dice
en su libro que empezó a leer tres veces la historia de un borracho que cuenta Malcolm
Lowry en la novela Bajo el volcán, pero que no fue capaz de seguir
por eso, porque le incitaba a beber, pero que volverá a intentar leerlo. A mí
me ha pasado lo mismo (lo de intentar leer Bajo el volcán) dos veces. Al
final lo conseguiré leer, pero sin que me entre sed.
Lo de los cubalibres
ya no es lo que era, me refiero a que hay etapas en la vida y que los tiempos
cambian.
Lo resume así Dimitri
Verhulst en el inicio de su libro Nuestro corresponsal en el vacío",
con una frase de Václav Havel que dice:
“La tragedia del hombre moderno no es que
sepa cada vez menos sobre el sentido de su propia vida, sino que se
preocupa cada vez menos por ello”.
Comentarios
Publicar un comentario
Se eliminarán los comentarios maleducados o emitidos por personas con seudónimos que les oculten.