Estoy leyendo a Sylvia Plath
Las palabras que salen de donde le salieran a Plath las palabras llegan a este hoy mío: arriban entre las alambradas de un idioma mal resuelto y mi escasa preparación para la carne del tiempo (norte)americano desvencijado desde el que ella las tatuó en su alma y los editores supieron venderlas pegadas a unos papeles sin sangres.
Aquellas palabras nacían como
versos sin más excusa que nuestra necesidad de leer dolorosamente el dolor, que
su obligación de escribir el dolor dolorosamente. Cuánto mejor el dolor de
otro, de otra, de alguien dispuesta a escuchar en todo lo que veía cada día esa
parte de la existencia sin grietas por donde la luz entra a cuchilladas, como una
pequeña venganza ante la derrota permanente de lo que la luna esconde y el sol
amortaja. Pero no es sólo dolor, ni mucho menos, lo que espejean esos versos de
inglés masticado por un cerebro atado de almas. También hay vida brillante en
los poemas de aquella mujer famosa por su destino de injusticia poética. Platheada
vida brillante. Versos que a mí no me gustan casi nunca: pero, ¿qué importa
eso? ¡¿Qué importa el gusto de nadie, y menos el mío?!
Sylvia Plath, no te cantaré
aquello que te cantó Ryan cuando a Ryan las canciones no le brotaban de la
cancelación, aquello de “Desearía tener un diente roto de Sylvia Plath y una
sonrisa. Y cenizas de cigarrillo en su bebida”. No, a Ryan Adams, que te lo
pidió, nunca le invitaste “a bailar en una mansión en la cima de una colina”. Podrías
haberlo hecho, pero no lo hiciste, tú eras más de escribirle poemas a “la brutal
infatigable realidad”.
Al final, no sé cuánta certeza poética alumbró aquel verso que ponía fin a un poema tuyo: ¿estuviste como nueva? El caso es que te leo, leo a tu traductora vertiendo tus palabras extranjeras a mi lengua materna, paterna, fraternal, utilitaria, mi lengua. Leo a tu traductora, digo, y no doy crédito. Crédito literario, algo que tal vez se me agotara leyendo a tu compatriota tan muerta ya cuando tu resplandecías inglesamente como un cadáver estadounidense de la era pop, hablo de Emily, de aquella hoy tan arriba en el cielo poético, como tú, Emily Dickinson. Os leo a Silvina y a Raquel, mejor dicho, y no doy crédito. ¿Podría darlo? Seguro que sí. Me faltan datos, me falta sensibilidad y me sobran ganas de amaros, de amar vuestras palabras encendidas con la poderosa lumbre de la humanidad que cierra los ojos como si los dioses tuvieran algo que decirnos. Pero los dioses engañan.
Te hablo a ti, Sylvia Plath,
pero es mentira. Todo esto que escribimos es mentira, salvo que a la literatura
le queramos dar ese certificado que hasta las ciencias reblandecidas como la
Historia tienen, el cuño de la certeza que más nos vale que sea cierta. También
la poesía es mentira, y quizás ese sea su resplandeciente valor, el de hacernos
creer que algo tan descabelladamente hermoso o tan dolorosamente descabellado es
la única verdad de la que los humanos podemos disponer. La poesía como única
verdad. ¡Qué ingenuos magníficos hemos llegado a ser! Creímos en todos los dioses
que nos inventamos. Y creímos en la Poesía. Creemos. Ciegamente, cerrando los
ojos como si los dioses tuvieran algo que decirnos. Pero la Poesía engaña. Ni
yo te hablo a ti, Sylvia Plath, no tengo nada que decirte, ni tampoco tú puedes
escucharme, leerme, porque finalmente aquello de i shall be good as new no
fue suficiente.
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