Cuando comencé a saber de este libro, mucho antes de que fuera un hit (algo impropio de estos tiempos en los que leer los libros que lee la gente es un pecado para tanto malheridoletraherido), le leí a alguien en Facebook que era un libro equidistante escrito por un equidistante sobre algo en lo que no cabía ser equidistante. Y me quitó las ganas de leer el libro de este chaval ahora tan reconocido y tan conocido (en los ámbitos minoritarios de los que nos creemos que solamente es literatura lo que nosotros leemos). El asunto es que mi Gran Prescriptora de lecturas, Marga Barrio, a la sazón mi mujer, me convenció de ponerme a hacer lo que hube de hacer ya hace meses. LEERLO.
Antes de elogiar la obra, un pequeño aviso. Ojo a los libros en los que, como en este del que voy a hablar extensamente (La península de las casas vacías, la tercera novela del escritor español David Uclés, publicada en 2024) pareciera que se está defendiendo la NO-VIOLENCIA cuando en realidad lo que hacen es (sin pretenderlo) decir:
Normal que en 1936 hubiera un golpe
de estado en España, con la que se estaba liando.
“La guerra era
cosa por venir y nadie podía evitarlo. A Jándula aún no llegaría, aunque en
cierto modo, como en el resto de pueblos de Iberia, ya estaba allí, latente.
Vuelvo a nuestra familia”.
Lo de la inevitabilidad de la guerra
y lo de hermanos enfrentados ya no cuela. Eso es equidistancia. Ya me habían
advertido.
Eso sí, la novela es buenísima. ¿Pese
a eso? Más adelante explicaré que tampoco es que haya mucha equidistancia en el
libro, más allá de toda la que hay en lo que acabo de exponer.
El mozalbete (tiene 35 años, para mí:
mozalbete) que ha escrito esta maravilla casi prodigiosa, este novelón sobre la
Guerra Civil (que no recomiendo leer a nadie que no sepa nada de la Guerra
Civil española, a menos que no quiera saber nunca nada de la Guerra Civil
española), me dejó impresionado. No solamente por haber escrito semejante obrón
(literatura grandiosa), sino también por su capacidad para comunicar y expandir
este logro artístico por doquier.
“Todos los
miembros de mi familia sin excepción provienen del mismo pueblo, Quesada,
llamado Jándula en esta novela. Vivieron la Guerra Civil y a ellos
dedico el libro”.
Dicho queda. Escrito queda. También
que, como se apresura, razonablemente, a dejar claro el autor (por si las
moscas, que haberlas, haylas), “algunos datos y fechas históricas han sido
modificados ocasionalmente para que encajen las piezas de este rompecabezas;
también se ha jugado con el devenir de los personajes, por muy reales que
parezcan. Lo narrado se encuentra entre la realidad y lo imaginado”.
Entre la realidad y lo imaginado, lo
que viene siendo la ficción, la literatura narrativa. Novela. Lo que es,
majestuosamente, con su desbordante imaginación creadora y estilística, esta
novelanovelanovela. Ya lo dijo la escritora Mercè Rodoreda (como bien nos
recuerda trayéndolo al propileos del libro el autor): “Una novela tiene que
reflejar la realidad. Pero tiene que tener una parte de fantástico, de irreal.
Y ha de ser poética”. Todo lo que es y tiene La península de las casas
vacías. Ahí va David Uclés con todo cuando esa novela suya que es pura
desmesura bajo total control se dispone a despegar ante nuestros ojos, nuestros
oídos…
“He aquí pues la
historia de la descomposición total de una familia, de la deshumanización de
un pueblo, de la desintegración de un territorio y de una península de
casas vacías”.
El autor nos advierte en un par de
ocasiones de que no leamos “este libro como fuente, sino como ficción
histórica”. Porque unanovelaesunavelaesunanovela.
“—Mercè… En esta
vida uno no ha de hacer caso ni a Dios ni al narrador, por muy cristiano que
sea. ¿Te crees que porque nos exilie en la fecha correcta le van a llover menos
palos? ¡Le van a caer de todos lados! ¿A quién se le ocurre contar esta
guerra de forma tan surrealista? ¿Dónde se ha visto que lluevan bombas de
luz?
—¡A la mierda
el narrador! ¡Que se las apañe con los historiadores! ¡Hacednos hueco!”
Veamos cómo es la escritura serena
y desbocada a la vez de Uclés, la literatura (ese “reino maleable”) de
David Uclés. Así comienza, propiamente, la novela:
“Odisto iba a
tener un hijo.
Con cada parto, en
Jándula, un aire solano sacudía con furia los árboles. Aquella noche primaveral
de 1936 el viento destemplado arrastró mucha tierra y cubrió de polvo las hojas
de los chopos de las riberas. Aunque a simple vista no pudo apreciarse, los
árboles, de hojas asfixiadas, se curvaron lentamente hacia el agua hasta
remojar las copas”.
¿He hablado ya del realismo mágico
en La península…?
“En Iberia, país
al que pertenecía Jándula, con voluntad, paciencia y algo de fe, en ocasiones
la lógica se invertía al capricho de sus habitantes. Quizás por eso no debería
asombrarnos que en el bancal por el que Odisto paseaba descansaran a la
intemperie los instrumentos de un cuarteto de cuerda”.
Que no se me diga que no se puede
hablar del realismo mágico de Uclés (legítimamente empleado en su arte
narrativo) si, por ejemplo, escribe tal que así (y lo hace casi todo el tiempo,
casi):
“Era tan vieja que
nadie sabía su nombre ni ella lo recordaba. La mujer no hablaba ni veía ni
escuchaba. Mostraba un semblante sembrado de surcos, cauces secos de cientos de
ríos en una tierra vertical, y su piel y ropa se veían en blanco y negro. Venía
de una época en la que el color no existía todavía”.
Cuando David Uclés nos relata la
batalla del Ebro dirá que “parece realismo mágico, pero fue tal que así”. Tal
que así.
Hay un cura, leemos en el libro, al
que “no le hacía gracia cuando la realidad se tornaba mágica”. Anoté cuando me
topé con eso que a mí casi nunca. Pero, ay, cuando alcanza la novela su
mayor grado literario es cuando nos narra, lo menciono a título de muy señera
muestra del arte de Uclés, la famosa Desbandá malagueña, aquellos terribles
acontecimientos en la llamada Carretera de la Muerte. Sigo.
Es esta una novela dominada de
principio a fin, y eso qué importa (más bien, al contrario, forma parte de su
más brillante esencia literaria), por el narrador, un auténtico dios
que todo lo sabe, todo lo quiere, todo lo hace. Hasta quitar la voz y la
presencia de dos personajes que disfrutarán desde entonces “de una apartada
soledad al margen de los más y menos de esta historia” (y apuntilla: “mi
decisión es firme, no quiero que sufran más”). Un narrador que nos dice ya muy
desde el comienzo que si alguno de nosotros, lectores, “quiere más detalles
respecto a cómo era el lugar, que me busque y lo llevaré…”. Hasta escribirnos:
“Vuelvo a la acción”. Una acción que se ve interrumpida muy de vez en cuando,
artísticamente, literariamente, fenomenalmente, con expresiones como “a mí,
como narrador, en caso de que queráis saberlo”; “ahora, si me lo permitís,
retomaré la narración principal más adelante”; aquel personaje “no tuvo más
remedio que acudir a mí pero yo no le hice ni caso”; o con algunas del tipo
“este libro llegará hasta esa fecha, veremos si se cumple la profecía o no”; o
como esa en la que leemos “he dudado mucho si lo que le sucedió a Martina pero
no, no puedo callármelo, lo siento”… Un narrador que a menudo es confrontado/se
confronta con el mismísimo Dios (admitiendo, sin usar la primera persona, lo
hace a menudo, que algo que ocurre en la narración “solo podía ser obra de Dios
o del narrador”). Un narrador (a quien le leeremos incluso cosas como eso de
“al parecer, y esto solo lo sé yo”) que, cuando nos habla de una mancha en un
tejido del que jamás saldrá, nos facilita una prueba de que ello ocurrió: él
mismo, tataranieto de quien poseía el tejido (y la mancha), el cual la verá
décadas después para así atestiguar que la noche que el tejido se manchó
ocurrió. Un narrador que nos avisa en ocasiones de lo que va a continuación y
llega a recomendarnos eludir la lectura de aspectos que no nos interesen (“si
la estrategia política no es lo vuestro, os los saltáis y punto”) o a decir de
uno de los capítulos que “no es un capítulo de lectura obligatoria”.
“No me detengo más
en la descripción porque, en apenas unas líneas, voy a quemarlo todo”.
Dice el narrador no poder saber lo
que hará respecto de aquellos dos personajes a los que había decidido quitarles
su voz y su presencia, pero sí nosotros, que no tenemos más que ir hasta el
final del libro, a quienes nos explica que podemos adelantarnos a lo que él
mismo desconoce todavía que ocurrirá: “en ese sentido, os envidio”, concluye.
Es lo que tienen las novelas, que el lector puede saber su final en el momento
que quiera, no el autor, salvo que la haya escrito antes de escribirla. Yo me
entiendo.
Hasta nos sugiere escuchar, el
narrador, digo, la misma música que escuchaba él cuando escribió lo que nos
disponemos a leer (por ejemplo, el Miserere mei, Deus, de Gregorio
Allegri para amenizar la lectura de la mascare de Badajoz; el Requiem:
II, Kiyrie, de Ligeti; y el Andante festivo de Sibelius para
escucharlo mientras se lee el capítulo 64). O hace que suene en los oídos de
uno de sus personajes antes de morir otro miserere.
Incluso los propios personajes de La
península… son tan metaliterarios que desde su condición de
fantasmas artísticamente perfectos saben de nosotros, de quienes les leemos, y
así podemos escucharle a uno de ellos preguntarle a otro “¿y a los
lectores? ¿Les explicamos a qué tanto miedo?”, y ser respondido por ese otro
“¡no seas metijón! Ya se enterarán ellos si es menester…” Es decir, si quiere
el todopoderoso narrador. A quien uno de ellos se refiere en un momento dado
pensando en voz alta esto: “No creo que algo tan personal como el nombre deba
depender más del narrador que de uno mismo. Llamadme Pablo” (¿de qué me suena a
mí esto?). Y a quien se refiere poco después, casi contestándole, el narrador
(“sí, supongo que he de respetar su decisión y llamarlo en adelante sin el
diminutivo”). Hasta hay un personaje que dice no creer mucho en la existencia del
narrador. Un narrador que sigue a lo suyo en la obra y nos deja a menudo esa
belleza que uno quiere leer en los libros que uno lee:
“Odilo se durmió
acariciándole el cabello a su hija, intentando detener el tiempo”.
En La península… aparecen docenas de personajes, muchos de los cuales están vinculados si no con la misma guerra sí con el pasado reciente de esa España que en el libro es Iberia (como Úbeda es Mágina, ¿te suena? “¡y enseguida me voy por los cerros de Mágina!”): un rabadán llamado Alfanhuí, cuyas mulas beben en el río Ferlosio (sic); el rey Alfonso XIII; el mismísimo Rafael Zabaleta, autor de la cubierta de este libro (un fragmento de la pintura titulada La romería, de 1959), quien es convertido en uno de los personajes recurrentes; Maruja, la sobrina pintora de Venancia Mallo, “la que mejor jabón hacía en el pueblo”; el escritor soviético Ilya Ehrenburg; el que fuera presidente del Gobierno José Canalejas, que sigue muerto en la Puerta del Sol (“abandonado en aquella posición para que el pueblo no olvidara lo ocurrido”); las pintoras Rosario Velasco, Delhy Tejero, Remedios Varo y Margarita Manso, que esperan comprar un sombrero, aunque “no tenían fe en que aquello sucediera, ya que la Historia, por lo visto, no tenía hueco para ellas”; “el estalinista” Largo Caballero; María Moliner, que de noche “salía a cazar palabras”; Miguel Hernández (“que presentía que sus días iban a acabar mal”), Antoine de Saint-Exupéry, Ernest Hemingway (también aparece en la novela su Roberto Jordan de Por quien doblan las campanas), Pablo Neruda, Luis Rosales, Federico García Lorca y Luis Cernuda (“la muerte se diría más viva que la vida porque tú estás con ella”); también Melchor Rodríguez, conocido en su momento como el Ángel Rojo; Miguel de Unamuno, que “supo de su muerte gracias al narrador de esta historia, que lo visitó primero”; Woody Guthrie, “procedente de la Brigada Lincoln”, que le cambiará “la letra a una famosa canción folclórica de su región”; Rosita Díaz Gimeno, “la famosa actriz republicana que ayer mismo fue fusilada en Sevilla”; Camilo José Cela, “un soldado enfermo de tuberculosis, aturdido y enclenque” que “no sabe dónde se encuentra”; Georges Bernanos, José Bergamín o Blas de Otero, “que escribía versos en las escayolas de algunos heridos”, y Gabriel Celaya, que “apretaba el gatillo en aquellos escondrijos vizcaínos consciente de que pronto abandonaría su puesto”; Telesforo Monzón, “el último en abandonar Bilbao”; otro poeta, el británico Julian Bell; por supuesto, Gerda Taro y Robert Capa; los mismísimos Franklin Delano Roosevelt y su esposa Eleonor, su compatriota la enfermera Salaria Kea; George Orwell, que habla graciosamente en la novela un español que para qué; el cuñadísimo Ramón Serrano Suñer (mal tildada esa u en la novela), “un trepa sin escrúpulos que se arrimaba al sol que más calentaba”; Nicolás Guillén, Mijaíl Koltsov, Jacinto Benavente, Octavio Paz, Elena Garro, María Teresa León, Rafael Alberti, Vicente Huidobro, María Zambrano, César Vallejo, André Malraux, Alejo Carpentier, Juan Gil-Albert, Arturo Serrano Plaja, Antonio Machado, León Felipe, Ana María Matute (“soy una escritora de una época posterior, aunque ya he nacido, ahora mismo tengo doce años”, dice), todos ellos reunidos y departiendo (también Neruda, Hernández o Hemingway, ya mencionados más arriba) con motivo del II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura; Pablo Ruiz Picasso pintando o preparado para hacerlo el Guernica (escondiendo “su alegría bajo un rostro entristecido”); Mercè Rodoreda (de quien ya vimos que, además, una cita suya abría el libro), Armand Obiols, Pompeu Fabra, Pre Quart, Francesc Trabal, Antoni Rovira i Virgili, Lluís Companys; incluso Albert Camus (en una foto); Rafael Sánchez Mazas (gritando consignas); Victoria Kent (salvando hijos de milicianos); Max Aub (en el campo francés de internamiento de Vernet d'Ariège, donde estará después de la guerra); Gerardo Lizarraga (en el campo de Clermont-Ferrand); tampoco podía faltar Manuel Azaña; ni Las Trece Rosas, a quienes el narrador convence para que “adelantaran la fecha de su muerte” encarnándose en un personaje del libro; tampoco el luchador comunista francés Henri Rol-Tanguy o el escritor español en lengua catalana Salvador Espriu, ni Antoni Campañà (que le hace una fotografía al protagonista Odisto; y Josefina Manresa (nacida en Jándula, es decir, en Quesada), la esposa de Miguel Hernández.
“Lo
bueno del desánimo más absoluto es que erradica la superstición”.
Las miradas de aquel entonces que
brilla obsoleto en la novela eran capaces de erosionar lo mirado, pero hoy,
como nos cuenta el narrador Uclés, que “ya no se dan esos lugares donde
descansar la vista”, hoy lo que hacemos es “mirar cajas de rayos catódicos que
no se desgastan”, de resultas de lo cual “morimos y mueren con nosotros los
recuerdos, sin dejar mella alguna en el mundo que queda”.
¿Otra novela sobre la
Guerra Civil española? Sí. Y de las buenas. David Uclés se
une a Manuel Chaves Nogales, José Ovejero, Javier Cercas, Juan Iturralde,
Camilo José Cela, Elsa Osorio, Antonio Muñoz Molina, Rafael Chirbes, Jordi
Soler, Mercè Rodoreda, Almudena Grandes, Andrés Trapiello, Max Aub, Miguel
Delibes, Juan Eduardo Zúñiga, Arturo Barea, Juan Pedro Aparicio, Ramiro
Pinilla, Juan Benet, Alberto Méndez, Manuel Rivas, Elena Fortún, Ernest
Hemingway, Arturo Pérez-Reverte, Antonio Soler y Emilio Gavilanes, es decir, a
todos aquellos que han escrito excelente ficción sobre la Guerra Civil, o de la
Guerra Civil.
“No habrá muchos
más relatos como el de Badajoz en este libro, pues la sangre no sale bien de
este teclado”.
Una Guerra Civil, no lo olvidemos,
que para el autor de la novela fue irremediable: incluso había sido vaticinada
por el adelantamiento de las perseidas. Y si los astros te imponen algo…
Aunque, que quede claro, aquella “cruenta guerra civil”, leemos en el libro, se
desencadenó “tras el fracaso de un golpe de Estado orquestado por el bando
derechista”. El autor, que nos debía una explicación, nos la da. Y Franco…
“su táctica iba a
ser la del desgaste: no habría jaque mate hasta que al menos todos los peones
hubieran caído; es decir, alargaría la guerra lo máximo para que falleciera el
mayor número posible de republicanos. Así evitaría una revancha y extirparía el
mal del tablero, pues para él, el enemigo no era un hermano con ideas opuestas,
sino un cáncer mortal de la humanidad”.
Un Franco al que el autor le pide
cita para charlar con él mandándole un telegrama que dice:
“Soy el
narrador de esta historia. Estaré toda la noche delante del cuadro del Conde
de Orgaz. Le estaré esperando, por si quiere venir y conversar conmigo”.
En aquella charla, el narrador, David
Uclés, se sincera con el dictador español y le suelta que es “muy poco animal
político”, que sus ideas políticas “son muy vagas”.
“Que matar da hambre”. Y en este
libro el narrador mata mucho. Hay mucha muerte en La península de las casas
vacías.
“Llegaron con
cuatro heridas: la del amor, la de la muerte, la de muerte y la de la muerte”.
Como escribiera la chilena María
Luisa Bombal, en cita que recoge el libro, “hemos organizado una existencia
lógica sobre un pozo de misterios”. La novela de David Uclés ha organizado un
pozo de misterios bajo un realismo mágico. Y ha dejado para la historia de la
literatura su capítulo 96.
“En
una guerra siempre gana el que tiene tiempo”.
Es una lástima que David Uclés, en su libro, se una al coro de quienes consideran que esta sociedad civil nuestra española, la de ahora, “en lugar de tratar la guerra con una firme memoria histórica”, lo que hizo fue firmar “un pacto de silencio y dedicar únicamente un par de páginas en los libros de texto al conflicto”. ¿De dónde sacarán estas cosas quienes tal cosa mantienen?
Afortunadamente, en sus páginas
finales, me tranquiliza leer que…
“Franco iba a
ganar aquella guerra e impondría una dictadura durante treinta y seis años.
Congelaría las voluntades y las libertades, arrebataría el poder a los débiles
y el alma a los contrarios, e impondría las escamas del fascismo a todas
las pieles de Iberia, imbricadas”.
En suma, La península de las casas vacías es una novela ya imprescindible en el panorama literario español del siglo XXI. Apabullante, desmesurada, también conmovedora, dignísima en su humanidad de arte y dolor y, en ocasiones, cuando toca, en su humanidad de risa. Un acercamiento prodigioso a la Guerra Civil española que poco tiene que ver con los libros de Historia. Poco. Pero menudo poco.



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