La calle Guillermo de Osma


Me duele detenerme en el semáforo de Guillermo de Osma, es un dolor literariamente metafórico, de semáforo y metáfora, desaforado, aferrado a la imaginación, puro trauma inconsecuente, un fastuoso espejismo de ánfora foránea, siempre foránea…

Estornudaría incompleto cada vez que pasara por la plaza de la Beata, cada mañana al despertar, al despertar el día y yo, al despertar la mañana y mi cuerpo madrileño, lo haría si no fuera por el dolor semafórico que se me planta aquí al pararme en Guillermo de Osma, la calle de Julián Plaza, del Juli de la primera guitarra eléctrica, el Juli conmigo sentado en el banco de madera flotando en el interior de un poema hecho de madres y pasado.

Sigo siendo sin serlo el niño de las calles de una colonia madrileña junto al río Manzanares, un elemental afluente del Tajo que hoy continúa bañando de infancia mi barrio, discretamente, con su naturaleza desgarbada, lúdica y pequeña, de aves y cañas, de puentes y farolas, árboles, ningún semáforo, metáforas y ánforas de huesos, muchos huesos, los huesos de aquellos humanos que descubrieron el Manzanares cuando su nombre era Plata.

En realidad, no me duele nada junto a ningún semáforo, pero ¿cómo empieza uno un poema dedicado a su barrio cuando tiene el primer verso escrito en un recoveco de la sangre?

En verdad, es un semáforo del paseo de las Delicias el que me vuelve loco y me hace que quiera salir a cantar para derramar la tristeza de los tristes sobre el agua madrileña del río Manzanares, aprendiz de futuro.

No, no es del todo cierto que me duela detenerme en el semáforo de Guillermo de Osma.

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