Las canciones de Nick Hornby (toma dos)

En 2003, el escritor británico Nick Hornby publicó 31 canciones, un libro que fue traducido para la editorial Anagrama al español por Fernando González Corugedo en 2004.


La no devoción de Hornby por Bob Dylan le sirve al autor de 31 canciones para mostrarnos que, para él, “la mejor música conecta con el alma, no con el cerebro”, pues a él le “preocupa que toda esta devoción por Bob Dylan tenga algo de antimúsica, que nos venga a decir que el corazón no cuenta y que sólo importa la cabeza”.

Escribir canciones no es escribir poesía, por cierto: “cuanto más perdone uno las pretensiones literarias y las insuficiencias de su artista favorito, más fácil es olvidarse de que escribir canciones es un arte distinto de la poesía”:

“La indiferencia del pop por motivos y convicciones es uno de sus gozos”.

Y Dios. De 31 canciones Gerald Marzorati escribió en The New York Times Book Review que Hornby “no hace crítica musical, no está interesado en las diferentes tendencias o en el desarrollo de las carreras de los artistas. Lo que le interesa, lo que lo atrapa es, solamente, la canción. Escribe sobre las canciones como vehículos para acercarse a algo semejante a lo divino”. Por ejemplo, cuando nos habla sobre la versión que Rufus Wainwright hace de una canción de su padre, One man guy:

“Yo intento no creer en Dios, por supuesto, pero a veces en la música, en las canciones, pasan cosas que me dejan de piedra, me hacen pensarlo dos veces. […] no estoy seguro de que haya palabras para describir lo que sucede cuando dos voces se mezclan (¿y no están la fuerza y la belleza y la perfección absoluta de un simple acorde un poco, ya saben, en el Más Allá? No es de extrañar que a Pitágoras le entusiasmase tanto la armonía). Todo lo que puedo decir es que oigo cosas que no están ahí, veo y siento cosas que normalmente no puedo ver y sentir, y empiezo a comprender que sí, existe algo que se llama alma inmortal, o, por lo menos, una conciencia humana unificadora, que nuestras vidas son cortas pero tienen significado”.

Influencias, porque todo viene de algún sitio:

“Todos los amantes de los Rolling Stones tuvieron que oír, si se tomaban la molestia, a Arthur Alexander y a Solomon Burke y a Don Covay (y todo aquel al que le guste Jagger y todavía no haya oído a Covay debería hacerlo... Le resultará divertido a no ser que haya puesto demasiada convicción en creer que Jagger es realmente original). Los fans de Led Zeppelin pueden haberse visto empujados a buscar cosas de Muddy Waters y Howlin’ Wolf. Los antecedentes de Yes y Genesis estaban en Pink Floyd, y antes de eso no hubo mucho más, realmente, y, en retrospectiva, ésta fue en parte la razón por la que no me gustaban demasiado”.


La letra y la música de las canciones: Hornby considera que algo que “pasa con frecuencia en la música pop” es que “toda clase de gente improvisa una buena música y luego no puede proveerla de nada más que unos cuantos versos torpes de segunda mano sobre águilas que vuelan y amores que mueren”. El ensayista británico del siglo XIX e historiador del arte Walter Pater afirmó que “todo arte aspira constantemente a la condición de música”, una de las pocas frases de crítica que alguna vez ha significado algo para Hornby (“si yo supiera escribir música nunca me habría molestado con los libros/yo soy alguien que tiene que escribir libros porque no sabe escribir canciones”), quien escribe a continuación que “la música es una forma tan pura de expresión de uno mismo, y las letras, puesto que están hechas de palabras, son tan impuras, y los compositores de canciones encuentran que, aunque puedan crear ambas cosas, las letras siempre te decepcionan”.

¿Sobre qué tratan las grandes canciones? El autor de Funny girl lo tiene claro:

“Las grandes canciones de verdad, las que ni la edad ni las emisoras de radio dedicadas a los años dorados pueden desgastar, tratan de nuestros sentimientos románticos. Y esto no es porque los compositores de canciones tengan nada que añadir al tema; es simplemente que lo romántico, con sus giros y caídas y morriñas y altos y barridos y saltos y tristezas, es una metáfora natural para la música misma”.

Sin embargo, “las canciones que tratan de cosas complicadas –órdenes judiciales canadienses, digamos, o la edad legal para el consentimiento de relaciones homosexuales– llaman la atención sobre la artificialidad inherente al medio: nuestras rupturas, al final, llevan más melodía dentro de ellas que nuestro trabajo”.

Lo que casi acaba con el pop, según Nick Hornby: la música de Pink Floyd, Yes y Genesis “parecía sintética y sin aire, e incluso entonces parecía como si todos los programadores de rock fueran más bien músicos clásicos, como si el pop estuviera por debajo de ellos de algún modo. Te conducían por un callejón sin salida; no había ningún sitio adonde ir”.

¿Para qué sirve un músico? Un músico no siempre es un artista auténtico, un músico nato no necesita ser un virtuoso, “ni siquiera alguien que podría ganarse la vida de pianista en una coctelería, sino un hombre que piensa y siente y ama y habla con música”. Un músico sirve para hacernos sentir su amor por la música, porque habla con música, piensa con música y siente con música. (Por cierto, ¿necesitamos sentirnos aterrorizados por el arte?, como dice Nick: “yo no necesito que me convenzan de que la vida da miedo, ¿no podemos permitirles consolar, reanimar, inspirar, mover, alegrar? ¿Por favor? ¿Sólo de vez en cuando, cuando hemos tenido un día realmente de mierda?”.)

Las canciones y su contexto (The Beatles):

“Los Beatles tenían contexto, pero parecía que también lo hubiesen inhalado con todo lo demás: lo habían chupado todos, se habían convertido en los sesenta, y todo lo que sucedió en aquella década extraordinaria ahora les pertenece a ellos de algún modo. Y por consiguiente sus canciones se han visto imbuidas de toda suerte de magias que no les pertenecen propiamente, y ya no podemos ver sus canciones como simples canciones”.

Porque “las canciones son sólo canciones. No representan nada, ni son parte de ninguna otra cosa, y deben luchar por lograr la atención de una industria y un clima crítico a los que sólo interesa lo que tiene significación cultural. Esto es lo que tiene que cambiar para que la música pop sobreviva”.
Hay toda una lección magistral detrás de esta explicación que Nick nos da sobre cómo entiende él el éxito o la fama. Atento:

“Hay innumerables grupos como The Bible, grupos con talento, con fans leales y exigentes y un par de buenos discos, pero que han tenido la discográfica equivocada, o el mánager, o el corte de pelo, o los pantalones, o simplemente la suerte equivocada. Mi colección de discos está llena de álbumes de grupos que no llegaron a la cumbre en su recorrido, y todos ellos, me parece, podían haber llegado a la fama y la fortuna si..., bueno, olvídalo. Los pops esnobs siempre creen que las bandas que les gustan han sido tratadas injustamente, que su fracaso es prueba de la falta de gusto, la ignorancia y la falta de oído del mundo, pero la verdad es que esos grupos son invariablemente demasiado tranquilos, o demasiado anónimos, o demasiado feos, o demasiado correctos y se han pasado demasiado tiempo escuchando a Chris Bell o a The Replacements o a Bill Evans en vez de disfrazándose, tomando drogas, probándose maquillajes, ligando con gente de catorce años; puede que yo valore más el arte de Paddy McAloon para escribir canciones que la vulgaridad de Eminem, pero sería estúpido fingir que no sé por qué Eminem es una estrella más grande”.

La relación que tenemos con la música: eso es lo que le interesa a Hornby analizar en este libro, “porque hay algo en nosotros que está más allá del alcance de las palabras, algo que elude y desafía nuestros mejores intentos de soltarlo por la boca. Probablemente es la mejor parte de nosotros, la más rica y la más extraña”.

La música pop (británica) comenzó siendo un reflejo de la música pop estadounidense, una copia:

“Siendo perversos, se podría argumentar que cuando se escucha música pop inglesa nunca se oye a Inglaterra. Los Beatles y los Rolling Stones eran, en sus años de formación, grupos de cover americanos que cantaban con acento americano; los Sex Pistols eran los Stooges con mala dentadura y un mánager ladino y Bowie la versión escuela de artes de Jackson Browne hasta que vio a los New York Dolls”.

La canción que cierra 31 canciones es la canción Pissing in a river (‘Meando en un río’), de Patti Smith. Hornby fue a ver a la estadounidense, cuando él escribía este libro:

“La canción la interpretaron con guitarras, y duró cuatro o cinco minutos, y sus efectos emocionales dependían por completo de sus acordes y sus coros y su actitud. Es una canción pop, en otras palabras, y como un montón de otras canciones pop, es capaz de prácticamente casi todo”.

Porque a los músicos hay que pedirles “que ardan en su desesperación por comunicar lo que sea que tengan que decir”, como hace Patti Smith, pero no importa si lo único que consiguen (lo único, vaya: nada más y nada menos) es conmocionarnos o divertirnos, porque, como ya sabemos, “la indiferencia del pop por motivos y convicciones es uno de sus gozos”.

Lo que Hornby pretendió con 31 canciones fue, ahí es nada, que tú, lector, yo mismo, seas, seamos de los “que pasamos un montón de tiempo escuchando música y viendo caras en su fuego” para poder disfrutarlo:

“La música, como el color, o una nube, no es ni inteligente ni no inteligente, simplemente es: todo lo que le pido a la música es que suene bien”.

Y, sí, es inevitable pensar, respecto de la música pop, esa que viene de aquel estallido juvenil de mediados de los años 50, que “sigue habiendo una sensación de que se suponía que esto no tenía que durar tanto”.

Como Hornby, a mí me gusta sentir de vez en cuando ese “leve destello de fósforo” que el arte, la música, las canciones, saben lanzar a menudo. Leve, como poco.

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