Lo que ETA no fue en modo alguno, POR Gaizka Fernández Soldevilla
La autodenominada «izquierda abertzale» suele explicar los orígenes de ETA apelando a un secular conflicto étnico entre los «invadidos» vascos y los «invasores» españoles, del que la banda no sería más que la última manifestación. Desde ese prisma, durante una especie de Edad de Oro la «nación vasca» habría conformado un ente armonioso, desarrollado e independiente, que terminó abruptamente cuando fue conquistado por España, que la convirtió en una colonia, sometida a expolio y a un proceso de aculturización, cuando no a un genocidio. Lejos de resignarse, los vascos llevarían siglos luchando legítimamente por recuperar su independencia perdida, a menudo con las armas en la mano, como habría ocurrido en episodios como las revueltas bagaudas en la crisis terminal del Imperio Romano, la resistencia de los vascones a la monarquía visigoda, la derrota franca en Roncesvalles (778), Arrigorriaga y otras batallas medievales legendarias, la anexión de Navarra en 1512, la conflictividad social en la Vizcaya de la Edad Moderna, el incendio de San Sebastián en 1813, las guerras carlistas (1833-1840 y 1872-1876), la Guerra Civil (1936-1939) y, por supuesto, el periodo en el que estuvo operativa ETA (1959-2018).
La historiografía académica ha desmentido la veracidad de
tal ciclo: la «ocupación española» es una falsificación. Tampoco hay un hilo de
continuidad entre los vascones (¿o gascones?) que aniquilaron la retaguardia
del ejército de Carlomagno, los partidarios del pretendiente al trono navarro
Enrique II de Albret que defendieron el castillo de Maya (Amaiur en euskera) en
1521-1522, las tropas del general Tomás de Zumalacárregui, la partida
guerrillera del cura Santa Cruz, los gudaris de 1936 y los comandos de
ETA. El «conflicto» nunca ha tenido una entidad real. Se trata de una «guerra imaginaria», por utilizar la expresión de Antonio Elorza: el
argumento central de la narrativa histórica del ultranacionalismo.
«Ahora bien», como advertía Walker Connor, «sean cuales fueren sus
fundamentos reales, los mitos engendran su propia realidad, ya que, por lo
general, lo que más relevancia política tiene no es la realidad, sino lo que la gente cree que es real». Y es que, siguiendo
a Martín Alonso, «las historias ficticias producen emociones reales y
las emociones tienen consecuencias».
Contamos con indicios suficientes como para poder afirmar que el relato
histórico tergiversado y el consiguiente discurso del odio influyeron
notablemente en los etarras y sus partidarios. Son los denominados mitos que
matan. Se trata de una licencia: en realidad, solo animan a matar. La
manipulación de la historia es una precondición para que surja el terrorismo,
pero no su causa última.
Hay otra teoría que llegó a estar en boga incluso en el
ámbito académico: ETA como consecuencia directa del franquismo. Desde tal
perspectiva, los crímenes de la banda serían una reacción a los altísimos
niveles de violencia represiva a los que el pueblo vasco habría sido sometido
durante la Guerra Civil y la dictadura. La simplicidad de tal explicación es atractiva,
pero no se sostiene en hechos. Primero, porque hubo vascos y navarros en ambos
bandos. El Viejo Reino aportó tal cantidad de voluntarios a las filas de los
sublevados que en 1937 Franco le concedió la Cruz Laureada de San Fernando, la
más alta de las condecoraciones militares de España. Por otro lado, durante la
contienda e inmediatamente tras ella los rebeldes asesinaron a entre 1.600 y
1.800 personas en el País Vasco y entre 2.200 y 2.500 en Navarra. No se trata
de minimizar el drama, porque un solo muerto ya hubiera sido demasiado, pero lo
cierto es que la cifra es muy inferior a las registradas en Málaga (7.471
víctimas mortales), Badajoz (8.914) o Sevilla (12.507). Expresado mediante
porcentajes, los franquistas acabaron con la vida de un 0,18% de los habitantes
de Euskadi, frente a entre un 1,5 y 2% de los del suroeste de España. Sin
embargo, ni en Andalucía ni en Extremadura surgieron grupos similares a ETA.
Por añadidura, la absoluta mayoría de las víctimas
mortales del País Vasco y Navarra fueron elegidas por su condición de
militantes de partidos y sindicatos de izquierdas. Debido a su catolicismo
y conservadurismo, los afiliados al PNV sufrieron en menor medida que
socialistas, republicanos, comunistas o anarquistas. Por ejemplo, como ha
analizado Javier Gómez, solo 12 de las 193 personas asesinadas en Álava
tenían el carné del PNV (el 6,2% del total), pese a que el partido había
recibido el 20% votos de dicha provincia en 1936.
ETA surgió en una coyuntura muy concreta, la del franquismo,
que sin duda tuvo un peso específico en su configuración, pero este no fue
mayor que el de otros elementos. No cabe, pues, transferir la responsabilidad
última de los atentados de ETA al régimen, que tiene que responder de sus
propios crímenes. Es sintomático que, como ha calculado Raúl López Romo,
los terroristas cometieran el 95% de sus asesinatos después del fallecimiento
del dictador. Al fin y al cabo, como la propia ETA reiteró en sus
publicaciones, no era una organización antifranquista, sino independentista.
Otra hipótesis sugiere que hay que buscar la fuente de la «lucha
armada» en el nacionalismo vasco y particularmente en Sabino Arana: la banda
habría llevado a la práctica lo que ya estaba en potencia en el pensamiento del
fundador del PNV y algunos de sus sucesores. Como ha estudiado José Luis de
la Granja, el discurso de Arana era racista, agresivo y virulento, pero él
siempre rechazó expresamente la violencia, por lo que no puede ser considerado
su autor intelectual. Tampoco lo fueron sus herederos directos, como el
exaltado neoaranista Eli Gallastegui (Gudari), si bien tuvieron tenues
vínculos con la primera ETA. Hasta los años sesenta el nacionalismo vasco
carecía de una tradición insurreccional comparable a la del movimiento
republicano irlandés. ETA no heredó de sus mayores la «lucha armada», ETA la
creó.
Si bien han sido marginales, también hay que mencionar las teorías de la conspiración que se han generado alrededor de la banda. Según algunas de estas interpretaciones, ETA habría sido un peón manejado por poderes superiores que se mantenían en la sombra. Así, hubo quien acusó a la organización terrorista de ser una simple marioneta de los EEUU, del PNV, del PCE o de la fantasmal Internacional Terrorista de la URSS. En esto último, curiosamente, coincidían tanto el sector más derechista de la formación jeltzale (peneuvista) como figuras destacadas de la dictadura. Basten como ejemplo los artículos del jesuita y profesor de la universidad de Deusto José Ramón Scheifler, la obra Revolución-represión o burujabetza (1981) y el discurso a las Cortes franquistas que en diciembre de 1970 dio el entonces vicepresidente del Gobierno, Luis Carrero Blanco, quien denunció que ETA, «bajo la aparente filiación política de separatismo vasco, encubre la realidad de su verdadera función de agentes terroristas al servicio del comunismo».
[Este texto pertenece al epígrafe ‘Exégesis de la violencia’, que abre el segundo capítulo (titulado ‘El huevo de la serpiente. ETA y la dictadura franquista: 1959-1975) del libro del autor El terrorismo en España. De ETA al Dáesh, publicado por Cátedra (en su colección La historia de…) en 2021. Yo me he atrevido a titularlo como consta en INSURRECCIÓN: ‘Lo que ETA no fue en modo alguno’).]
Lo que no fueron en absoluto es unos tios valientes, en mis 40 años de servicio no conocí gente mas cobarde. Se echaban a llorar a la minima. Unas nenazas, si no era por la espalda o con una mando a distancia no tenia huevos pa nada.
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