Camilleri y la tercera de Montalbano


En 1996 apareció la tercera de las novelas de la serie Montalbano escritas por el italiano Andrea Camilleri (“Italia es una república fundada en la actividad inmobiliaria”), titulada El ladrón de meriendas (el original es Il ladro di merendine). A excepción de la primera de ellas, traducida por Elena de Grau, todas las demás han sido vertidas al español por María Antonia Menini Pagès y han ido apareciendo pocos años después en este idioma en el que yo leo publicadas por la editorial Salamandra: en 2000 en el caso que ahora me ocupa.

 

“La burocracia italiana, habitualmente muy lenta, actúa como un rayo cuando se trata de joder al ciudadano”.

 


A sus 71 años, Camilleri, que comenzó la saga dos años antes, ya con 69, escribe estas novelas (profundamente simples, simplemente profundas, como ya he dejado dicho hablando de las primeras de la saga), y logra ya conectar conmigo. Lo digo porque escribí al leer la segunda de Montalbano (El perro de terracota) que no lo había conseguido, ahora creo que sí. Tanto como su personaje. Me encanta la literatura pequeña de aquél y la vitalidad supraliteraria, magníficamente real, de su policía.

El protagonista de El ladrón de meriendas, el comisario siciliano Salvo Montalbano, un “hombre de férrea rectitud moral”, capaz de abrazar a los cocineros de los lugares donde come estupendamente y hacernos sentir su enamoramiento ante tanta gratificación, ante cada “milagro”, es alguien que nunca toma notas mientras indaga porque no soporta a los policías que lo hacen (“cuando veía alguno que tomaba notas en la televisión cambiaba de canal”), alguien que mientras defeca puede acordarse de hilar asuntos que comienzan a tener el interés suficiente para ser considerados en una de sus investigaciones y levantarse de un salto y correr “a la estancia de al lado, sujetándose con una mano los calzoncillos y los pantalones, que colgaban a media asta”.

 

“El comisario se sentó en un peldaño, encendió un cigarrillo e inició una competición de inmovilidad con una lagartija”.

 

Y el escenario de la novela, de nuevo, es la Sicilia de finales del siglo XX:

 

“Era la amistad siciliana, la auténtica, la que se basa en lo tácito, en lo que se intuye: a un amigo no hace falta pedirle nada, es el otro el que automáticamente comprende y actúa en consecuencia”.

 

Los personajes habituales de la saga escrita por Camilleri se van perfilando a medida que aquélla avanza. La asistenta de Montalbano, Adelina (“ya sé que soy una asistenta, ¡pero a veces usía me trata como a una asistenta!”), la pareja del comisario, Livia, son personajes literarios de primer orden, casi tan de carne y hueso como el que los lee en las novelas del anciano escritor, tan Montalbano en un aspecto esencial, el de ser Dios. El policía siciliano le escribe a Livia (y al leerlo yo he querido ver un vínculo magnífico entre él y su autor, entre Camilleri y su creación):


 

“Tú una vez me reprochaste mi tendencia a hacer el papel de Dios, cambiando, con pequeñas o grandes omisiones, y también con falseamientos más o menos culpables, el curso de los acontecimientos (de los demás). Puede que sea cierto, es más, lo es sin la menor duda, pero ¿no crees que eso entra también en el oficio al que me dedico?”

 

Alguien dejó dicho de la localidad donde trabaja el comisario Salvo Montalbano algo que recoge el propio Camilleri en su nota final a El ladrón de meriendas: que Vigàta, ese pueblo inexistente, es “el centro más inventado de la Sicilia más típica”.

En esa nota del autor leo también un pequeño manifiesto sobre el arte de escribir novelas:

 

“Si la fantasía ha podido coincidir con la realidad, la culpa hay que atribuirla, a mi juicio, a la realidad”.

 

Tengo Montalbanos que me esperan y más viajes pendientes a Vigàta.

 

[“Padre que todos los días te mueres un poco”: como el verso, la frase, que cree recordar Montalbano haber leído en algún sitio, tal vez en un libro de poesía.]

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