Estallada la guerra tras el fracaso de lo que pretendía la conspiración, apoderarse del aparato del Estado, las operaciones militares atravesarían por las tres fases canónicas que casi todos los investigadores suelen convenir: asalto de los sublevados sin éxito a Madrid, campaña del Norte y la fase decisiva que tiene a la batalla del Ebro como combate señero y la debacle republicana como colofón.
La primera de esas etapas daría comienzo a principios de agosto de 1936, con el decisivo paso del estrecho de Gibraltar de las tropas del Ejército radicado en el protectorado marroquí y mandadas por Franco. Se puede decir que esta primigenia fase del conflicto en su vertiente militar estuvo protagonizada por la dedicación extrema de los rebeldes a obtener el centro neurálgico del Estado, la capital, la ciudad de Madrid. El asedio de Madrid a cargo de los insurrectos, la llamada batalla de Madrid, se pretendió llevar a término con un ataque por el norte y otro por el sur, acabados finalmente ambos en fracaso. Por los pelos.
La batalla de Madrid tuvo un mes muy especial, el de noviembre de 1936, y si bien duró hasta el final de la guerra, hasta abril de 1939, es en aquel mes del 36 cuando se produjeron las principales acciones de ataque y defensa de uno y otro bando.
Pero, no obstante, debemos antes decir que los sublevados del
norte y los del sur habían logrado enlazar ya en el mes de agosto. Y lo habían
hecho a lo largo de la frontera con Portugal, luego del avance sobre Andalucía
y la provincia extremeña de Badajoz de las tropas de Franco, las fuerzas de
África, que contaban ya con las primeras ayudas alemanas e italianas. Por su
parte, el ejército de Mola ocupaba la ciudad guipuzcoana de Irún a principios
de septiembre y cortaba así la otra frontera, la francesa.
Y no nos olvidemos de la creación de uno de los mitos por
excelencia de la Guerra Civil vista desde el lado alzado, el
de la resistencia del Alcázar. El
propio Franco decidió renunciar al avance hacia Madrid y desviarse hacia la
ciudad de Toledo para liberar del asedio que venían sufriendo desde el 22 de
julio los hombres (y las familias atraídas por ellos, algunas en calidad de
rehenes) del coronel José Moscardó,
refugiados en el emblemático edificio de la Academia de Infantería, donde había
estudiado el cadete Francisco Franco hacía algunas décadas. La fecha del 28 de
septiembre de 1936, cuando se produjo la salida de los resguardados defensores
y de los secuestrados por ellos, ingresará por derecho propio en el almanaque
heroico tan caro al franquismo.
Ocho días antes, Franco se encontraba ya en la localidad toledana de Maqueda, a 40 km de la ciudad de Toledo, y en contra de lo que habría parecido más pertinente, que habría sido según le aconsejaban sus correligionarios castrenses seguir el avance hacia Madrid, decidió bajar en dirección sureste y recorrer esos pocos miles de metros para que se procediera a la liberación de los de Moscardó. Lo que consiguió fue enaltecer simbólicamente su figura de libertador y aumentar su popularidad entre los enemigos de la República, todo ello en el momento en el que los gerifaltes confabulados estaban prestos a resolver un asunto crucial: la unidad de mando.
Retrocedamos unos meses. Los insurrectos necesitaban
institucionalizar su conglomerado de fuerzas militares y paramilitares y, cómo
no, políticas. Muy pronto, el día 24 del mes de julio, se había creado en la
ciudad de Burgos la Junta de Defensa Nacional.
Resultó elegido presidente de la misma por sus compañeros de armas más
significados el general Miguel Cabanellas.
¿Sus méritos? Ser el militar con una trayectoria más larga en el Ejército
español. Franco, todavía destacado en el norte de África tratando de conseguir
el traslado de sus tropas tan esenciales, no formaría parte de la Junta,
compuesta asimismo en calidad de vocales por otros cuatro generales, Emilio
Mola, Fidel Dávila, Andrés Saliquet y Miguel Ponte; e
incluso por dos coroneles, Fernando Moreno y Federico
Montaner.
Habrá que esperar a finales de septiembre de ese año, al día 29,
uno después de la liberación del Alcázar toledano, para que la Junta de Defensa
Nacional haga pública la designación de Franco como
jefe militar de las fuerzas sublevadas, con el título de generalísimo
de los tres ejércitos −un nombre que, acortado a generalísimo sin
más, habría de calar en el imaginario popular durante décadas−, y jefe
político de un gobierno que aún no es técnicamente tal. El general
ferrolano es elegido por los miembros de la Junta de Defensa Nacional, si bien
con la contrariedad de Cabanellas, y sin que quede claro si el mandato se
otorga sólo para el tiempo que dure la guerra, pues no se ponía limitación
específica alguna. Pero no es hasta el día 1 de
octubre, fecha simbólica que se unirá al 18 de julio en los fastos
franquistas, que el general ferrolano asumiría plenamente ambos cargos, a los
cuáles él mismo se ocupó de añadir el de jefe del Estado. Su investidura en la
que es la sede de los rebeldes, la ciudad de Burgos, se producirá en tanto
que “jefe del Gobierno del Estado”.
Franco tiene todo el poder sobre el territorio arrebatado por
los conjurados a los frentepopulistas que les hacen frente desde el otro bando,
en medio de una guerra si no cruel sí causante de una retaguardia aterrorizada
a ambos lados del límite de los combates.
Ha comenzado el franquismo. Ese
día 1 de octubre se puede decir sin temor a equivocarnos que se inicia la
dictadura personal del general Francisco Franco Bahamonde y, con ella, el
periodo al que llamamos franquismo y,
por ende, el régimen político homónimo, surgido del “consenso mínimo” alcanzado
por los sublevados: “la destrucción hasta sus raíces de la tradición liberal”,
tal y como el historiador español Ismael Saz Campos afirma
cuando describe su configuración.
La figura de Franco logró de inmediato, si no contaba ya con él,
un enorme grado de adulación retroalimentado hasta el paroxismo que ya no
habría de abandonarle hasta finales del año 1975, cuando falleciera el todavía
Caudillo y con él se desmoronara el edificio construido tras casi cuatro
décadas de lisonjas e hipérboles dedicadas a su capacidad de liderazgo.
Como dejó escrito el historiador español Alberto
Reig Tapia:
“Prensa, radio y después televisión se pusieron al servicio de
una de las hagiografías más alucinantes que ha conocido la historia
contemporánea. Un hombre absolutamente corriente aunque habilísimo y tenaz para
aprovechar con el mayor rendimiento sus circunstancias particulares fue
revestido de unos loores completamente desorbitados y, sin embargo, para muchos
de sus seguidores ha sido no ya un gobernante excepcional sino el más grande de
los últimos siglos”.
El día 2 de aquel mes de octubre la Junta
Técnica del Estado sustituye a la anterior Junta como
forma de organización del Gobierno rebelde. El documento que da carta de
naturaleza al nuevo organismo dice de él que es el “órgano asesor del mando
único y de la Jefatura del Estado Mayor del Ejército, cuyas resoluciones
necesitaban el refrendo del general Franco como Jefe del Estado”. El general
Fidel Dávila es nombrado su presidente. De alguna manera, Franco se convierte
en el jefe del Estado y del Gobierno, aunque Dávila preside un peculiar consejo
asesor que funcionará como poder ejecutivo presidido en realidad por el propio
Franco. La Junta Técnica del Estado ya no está integrada solo por militares y
canaliza las distintas fuerzas políticas del bando rebelde, al que ya se puede
llamar bando franquista. Con su sede en Burgos ―aunque la del
jefe del Estado estará en la también ciudad castellanoleonesa de Salamanca―, en
ella ya están representadas las fuerzas políticas que conforman dicho bando.
Entre los civiles que integraron la nueva Junta, se encontraba José
Cortés López, al frente de la Comisión de Justicia; Andrés
Amado Reygondaud, en la de Hacienda; Joaquín Bau Nolla,
presidente de la Comisión de Industria, Comercio y Abastecimientos; Eufemio
Olmedo Ortega, en la de Agricultura y Trabajo Agrícola; Alejandro
Gallo Artacho, encabezando la Comisión de Trabajo; el escritor José
María Pemán, en la de Cultura y Hacienda; o Mauro
Serret y Mirete, como presidente de la Comisión de Obras Públicas y
Comunicaciones. Como se puede ver, técnicos sin
ningún peso político.
Es en aquellos días cuando por primera vez se enuncia el
carácter del Nuevo Estado encarnado
en Franco que habrá de ampliar su territorio a medida que las conquistas de sus
hombres vayan mermando la zona leal.
Tratemos de imaginarnos la noche del primer día de octubre de
1936, cuando Franco pronunciaba a través de las ondas de Radio
Castilla de Burgos un discurso de enorme trascendencia
política, de carácter programático, su primera alocución como lo que él y sus
allegados habían decidido que habría de ser su principal título político: jefe del
Estado.
“¡Españoles!: […] Españoles que, bajo la horda roja, sufrís la
barbarie de Moscú y que esperáis la liberación de las tropas españolas. […] A
vosotros me dirijo, no con arengas de soldado. Voy solamente a exponeros los
fundamentos de nuestras razones, no con tópicos ni contumacias, sino con el
propósito de hacer un breve examen del pretérito y de lo que nos proponemos en
el porvenir.
No se trata, por tanto, de invocar una situación que justifique
nuestra decisión. Lo que es nacional no precisa razonamiento.
España, y al invocar este nombre lo hago con toda la emoción de mi alma, sufría
la mediatización más nociva de algunos intelectuales equivocados, que tenían un
concepto demoledor.
Permanecimos en silencio mientras se iba inoculando el virus que
jamás debió atravesar las fronteras […] y así se iba perdiendo el concepto de
la Bandera, del Honor, de la Patria y de los valores históricos.
Todo eso, y mucho más, acabó por añadir, a la falta de
sentimiento patriótico, la pérdida del carácter tradicional de nuestro pueblo,
olvidadas nuestras pasadas glorias y falto de conciencia para el porvenir, por
ese concepto moderno de las cosas.
[…]
España se organiza dentro de un amplio concepto totalitario de
unidad y continuidad. La implantación que implica este
movimiento, no tiene exclusivo carácter militar, sino que es la instauración
de un régimen de autoridad y jerarquía de la Patria.
La personalidad de las regiones españolas será respetada en la
peculiaridad que tuvieron en su momento álgido de esplendor, pero sin que
ello suponga merma alguna para la unidad absoluta de la Patria.
Los Municipios españoles también se revestirán de todo su rigor
como entidad pública. Fracasado el sufragio
inorgánico, que se malversó por los caciques nacionales y locales, la
voluntad nacional se manifestará oportunamente a través de aquellos organismos
técnicos y Corporaciones que representen de manera auténtica sus intereses y la
realidad española.
Dentro del aspecto social, el capitalismo se encauzará y no se
regirá como clase apartada, pero tampoco se le consentirá una inactividad
absoluta. El trabajo tendrá una garantía absoluta, evitando que sea
servidumbre del capitalismo y que se organice como clase, adoptando actitudes
combativas que le inhabiliten para colaboraciones conscientes. Se
implantará la seguridad del salario hasta que se pueda llegar a la
participación de los obreros, haciéndose beneficiarios en el aumento de
producción.
Serán respetadas todas las conquistas alcanzadas legítimas y
justamente, pero al lado de estos derechos estarán sus deberes y obligaciones,
especialmente en cuanto afecta al rendimiento de su trabajo y leal
colaboración. Todos los españoles estarán obligados a trabajar según sus
facultades. No puede el Estado nuevo admitir parásitos.
[…]
Estoy seguro que en esta tierra de héroes y de mártires que
vierte su sangre generosa para que el mundo encuentre en España la más clara de
las visiones, cuando escriba sobre las páginas de su Historia, que no es
Oriente ni Occidente, sino genuinamente española, marcará el ejemplo a seguir
con este movimiento nacional. ¡Viva España!”
[Este texto está extraído de mi libro El franquismo, publicado en 2013 por Sílex ediciones]
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