This is the end… La siesta se prolonga en su cuarto diminuto y los pequeños altavoces de su portátil emiten el inconfundible sonido de la canción de The Doors. Escucha débilmente la música que aparece y desaparece al gusto de su somnolencia para mezclarse en el almidón de sus sueños breves, que vienen y van al compás de la voz de Jim y del zumbido del ventilador que refresca al ordenador. Las horas han dejado de ser minutos hace ya mucho y el sopor del descanso que es éxtasis sigue dueño de la situación en el dormitorio, en su despacho. Le llegan ahora las notas de otro tema, parece, le parece a él, de Andrew Bird, y el violín es sosiego y turbulencia al tiempo y los ojos hacen por abrirse paso con el permiso elástico de los párpados. Trata de hacerse con el libro que permanece obediente en el suelo, junto a su mano abierta y dormida, pero no tiene suerte pues los dedos no funcionan todavía, repletos como están del auge del sueño. En el piso de arriba alguien hace sonar una mecedora y clava en sus oídos el soniquete estúpido de un tic-tac de madera. Un balanceo que resbala sobre la canción de los Stones lánguidamente, tan dulce como es ella, tan dulce como Jagger quiere que sea… y es. Y entonces se acuerda de su hija, y la oye perfectamente pedirle que la rasque… Merrascassss. El libro está ya en su mano, a punto de dejar a la vista la página en la que detuvo su lectura poco antes de quedar preso del sabio sopor. Pero la voz de María le ha hecho soltar el volumen y el ojo que se abre es incapaz de ver ni tan siquiera la pared más cercana, donde está la ventana que da a ese parque quenoesparqueniesná pero que vela sus sueños una y otra vez unayotrav… La voz de la cantante de Beach House sustituye a la voz de su hija, que se desvanece mientras el cristal le podría dejar ver lo que ocurre en la calle a lo lejos, por donde lo de Juanito, aquella tienda de ultramarinos que él sabe, debería saberlo de estar viviendo en la vigilia que no llega, lleva cerrada años, décadas… y es ya sólo recuerdos del pelo largo y del fútbol a todas horas y de jugar al látigo casi quince chicos y chicas en las noches eternas de los veranos de entonces en el parque… La mecedora de la vecina del piso de arriba recupera su sonido de estalactita pero no es capaz de derrotar a la versión que Domingo y Los Cítricos hacen de una canción de Dylan. No es capaz, como no lo es él de agarrar por fin el libro que le muestra esquivo su cubierta blanca y roja y negra y blanca y un nuevo sueño preside la nueva modorra, uno muy vivo, como de juegos en las calles repletas de risas y del sonido escaso de los coches escasos en los tiempos de su niñez, ahí abajo, debajo de esa ventana por la que entra la luz necesaria, que ahora se une a la voz de María que regresa junto a la de los hermanos Gibb recordándole aquello de alguienaquienamar y, de pronto, todo se aquieta y la realidad se apodera del sueño que ya no es nada más que la presencia de la tarde en su habitación poco antes de convertirse en la noche madrileña.
[Adelanto de mi próximo libro.]
Comentarios
Publicar un comentario
Se eliminarán los comentarios maleducados o emitidos por personas con seudónimos que les oculten.