Aquel concierto de Carpentier


De la categoría literaria majestuosa del escritor cubano Alejando Carpentier habla por sí solo el hecho de que, en 1977, tres años antes de su muerte, recibiera el principal galardón de las letras españolas, el Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes (más conocido sencillamente como Premio Cervantes).

Es de 1974 una obrita suya cuya lectura yo (que disfruté profundamente algunos de sus otros libros, principalmente El siglo de las luces y El arpa y la sombra, de 1962 y 1979, respectivamente) llevaba años postergando, su sexta novela (ya había publicado además seis libros de cuentos y algunos ensayos): Concierto barroco.

 

“En el corredor de los pájaros dormidos sonaron pasos afelpados. Llegaba la visitante nocturna, envuelta en chales, dolida, llorosa, comediante y buscadora del regalo de adioses —un rico collar de oro y plata con piedras que, al parecer, eran buenas, aunque, claro está, habría que llevarlas mañana a la casa de algún orfebre para saber cuánto valían—, pidiendo vino mejor que éste, entre llantos y besos, pues el de esta garrafa que estaban tomando ahora, aunque se dijera que era vino de España, era vino con poso, y mejor no meneallo y que ella sabía de eso, vino de jeringa, vino bueno para lavarse “aquello”, para decirlo todo con palabrejas que coloreaban su entretenido vocabulario, aunque de puro lerdos lo tragaran el Amo y el criado, y eso que presumían de catadores finos —¡ni que te hubiesen parido en palacio de azulejos, a ti, que te chingué la noche aquella, siendo tú fregona de patios, rayadora de elotes, cuando murió mi casta y buena esposa, después de recibir los santos óleos y la bendición papal!...”

 


Si la obra de Carpentier es un tanto difícil, hasta ahora para mí en el mejor sentido de la expresión, este extrañísimo Concierto barroco, cuya brevedad le salva del engorro de ser abandonado por los lectores que como yo asisten perplejos a la maraña de confusión en que el autor se mece a sus anchas e imagino con gusto, este libro, continúo, me ha resultado una experiencia casi desagradable, aunque no he podido evitar recordar en él algunas de las maravillas que me encandilaron del escritor a quien en su momento tanto admiré.


Coyoacán, Cuba, Madrid (“imaginábase el Amo que Madrid era otra cosa; triste, deslucida y pobre le parecía esa ciudad, después de haber crecido entre las platas y tezontles de México. Fuera de la Plaza Mayor, todo era, aquí, angosto, mugriento y esmirriado”), Cuenca, Barcelona, Venecia (“en gris de agua y cielos aneblados, a pesar de la suavidad de aquel invierno; bajo la grisura de nubes matizadas de sepia cuando se pintaban, abajo, sobre las anchas, blandas, redondeadas ondulaciones —emperezadas en sus mecimientos sin espuma— que se abrían o se entremezclaban al ser devueltas de una orilla a otra; entre los difuminos de acuarela muy lavada que desdibujaban el contorno de iglesias y palacios, con una humedad que se definía en tonos de alga sobre las escalinatas y los atracaderos, en llovidos reflejos sobre el embaldosado de las plazas, en brumosas manchas puestas a lo largo de las paredes lamidas por pequeñas olas silenciosas; entre evanescencias, sordinas, luces ocres y tristezas de moho a la sombra de los puentes abiertos sobre la quietud de los canales; al pie de los cipreses que eran como árboles apenas esbozados; entre grisuras, opalescencias, matices crepusculares, sanguinas apagadas, humos de un azul pastel, había estallado el carnaval, el gran carnaval de Epifanía”), nunca (creo) Roma. Siglo XVIII. Y la música como excusa brutal para elevar la literatura, intentarlo al menos, a la categoría sensorial imbatible de aquélla. Quizás este Concierto barroco sea una demostración pretendidamente excelsa, precisamente, de la superioridad moral (vale decir, artística) de la música. Tal vez. Antonio de Cabezón, Vivaldi y su “extravagante ópera mexicana”, Scarlatti, ¡Stravinsky, Louis Armstrong! Lo dicho, una algarabía soñada por un escritor enamorado de su arte literario y fascinado hasta la médula animal por la música invencible. Una algarabía que a mí me ha desazonado, levemente.

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