Alumno pobre, alumno rico: profesor satisfecho, profesor imposible; por Miguel A. Zapata
En el último mes he visto alumnos quejarse amargamente de que les he quitado un 0'5 por una sola palabra mal dicha (confusión de Voltaire con Diderot), vestirse de negro ante un examen mío sin apenas conocerme (creyendo que el tributo público a mi supuesta dureza como corrector me haría mucha gracia) o a una alumna llorar y gritar y clamar que la estaba destruyendo por ser pillada con una sartenada de ricas chuletas a la Bonaparte. Los gestos de aprecio de estos niños que viven en urbanizaciones sosegadas y visten zapas de 150€ y lucen iPhone caros tienen que ver con el cálculo del beneficio inmediato y rechazan todo lo que pueda suponer incertidumbre, esfuerzo de difuso resultado y posibilidad de fracaso.
Eso sí, jamás he dado clase con más tranquilidad, jamás me
he sentido tan profesor ex cátedra. Vengo de unos cuantos años en un centro que
es lo opuesto a esta historia: niños abusados, niños abandonados por sus
padres, niños "divorciados", niños sin ordenador, niños que hacen una
comida y media al día. Pero aunque ahí algunos (no todos) eran cariñosos y
agradecidos a su manera, las difíciles clases con ellos me hacían sentir de
todo menos docente: padre, policía, educador social.
El cariño ni se compra ni etcétera. Los pobres, nos dijeron
Buñuel y Goya, pueden ser terribles. Cierto. Pero los niños bien comidos y bien
fragantes son siempre igual a sí mismos: no existe nada más allá del límite de
su piel. Y esto es muy peligroso. Sobre todo, cuando llegas a la vida adulta y
todo sigue igual.
Difícil papeleta: profesor satisfecho pero siempre litigando
e intuyendo traiciones o profesor imposible pero querido por sus frágiles
parias adolescentes.
Truco o traca.
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