Las ranas del Albarregas; POR Guillermo Jiménez
Las ranas
del Albarregas en verano olían a cieno. Junto al puente de hierro pequeño -el
grande es por el que pasan los trenes por encima del Guadiana- las orillas se
estrechaban. No había más de tres o cuatro metros de distancia entre una y
otra.
El fondo del
río estaba lleno de cieno y barro. Y en las orillas había juncos, basura y
piedra. Las piedras eran el lugar favorito de las ranas para sestear. Y era en
la siesta cuando más ranas cazábamos.
Más fácil
era por la noche pero cuando se iba la luz las dejábamos tranquilas porque eran
grandes cazadoras de mosquitos -en el Albarregas los había a millones-.
langostos (saltamontes) y lagartijas pequeñas.
Los del
Barrio -calles Augusto, Duque de Salas y 18 de Julio y poco más- pasábamos
tantas horas en el Albarregas que las ranas nos consideraban parte de su
hábitat natural. Yo creo que por eso nos resultaba fácil atraparlas. La mayoría
de las veces las entallábamos con las manos. Nos poníamos en cuclillas al borde
del agua y en cuanto veíamos alguna asomar los ojos del líquido elemento, zas,
de un zarpazo las agarrábamos. No eran muy grandes, el doble de un dedo pulgar
más o menos, pero sí muy resbaladizas y viscosas excepto por la barriga, que
era blancuzca y como rasposa y tenían las ancas bastante finas y alargadas.
Yo alguna
vez cogí alguna con un colador de leche, de esos metálicos que se utilizaban
para colar la nata. En la Estarquera -el vertedero de basuras de Mérida, a poco
más de doscientos metros de donde nos poníamos nosotros, un poco más allá de la
desembocadura del Albarregas al Guadiana, que también formaba parte de nuestro
entorno- había de todo, por lo que no era difícil conseguir coladores de
alambre. Era más fácil cogerlas con la mano. El colador era demasiado rígido y
había que hacer un movimiento de torsión bastante extraño -hacia abajo- con la
muñeca y la palma de la mano, para atrapar a la rana.
Sabíamos muy
bien diferenciar entre ranas y sapos, primero porque salina a tomar el sol
mucha más cantidad de hembras que de machos y después porque los machos eran
algo más oscuros, tenían las patas más cortas y como bultos o arrugas como las
de las lagartijas. Alguien dijo alguna vez que entre el acueducto de Los
Milagros y el puente de piedra, había visto un escuerzo cornúo, que era, se
decía, un sapo gordo, gigantesco y con cuernitos ridículos, pero eso es una más
de tantas leyendas urbanas.
El otro día
me contó un amigo de infancia -de la 18 de Julio- un par de años más pequeño
que yo, por lo que era de otra "pandilla", que él y sus amigos,
cuando cazaban ranas las iban metiendo en cajas de zapato (cada uno en la suya)
y que al final de la jornada (cuando se cansaban) las contaban y ganaba el que
más había pescado. Luego las tiraban al río y ya está. Esa vez se le ocurrió
llevar la caja a su casa que estaba cerca, a menos de cien metros en línea
recta del río. Para pasar de la zona de los Chinos -San Bartolomé- que era por
donde pasaba el Albarregas al Barrio había que subir una cuesta y cruzar las
vías -cuatro líneas- por los pasos a nivel con barrera.
Cuando llegó
a casa, no sé si en el pasillo, el salón, la cocina, el patio o la habitación,
se le vertió la caja. Los batracios salieron huyendo pegando saltos. El
escándalo no lo montaron las ranas escondiéndose detrás de la tele (Radiola,
Philips o Telefunken), entre las patas de los sofás, los cajones, debajo de las
camas o donde podían esconderse, la escandalera la montó la madre de la bronca
que le echó. A quién se le ocurría llenar la casa de ranas. Fue una bronca de
las que no se olvidan.
Nosotros, las ranas no nos las llevábamos a casa. Alguna vez trasporté en una caja de cerillas grandes, de esas de madera, al colegio pero solo para enseñarla y con cuidado de que no se me escapara. Lo que solíamos hacer era ponerlas en mitad de la carretera en el puente de piedra, para comprobar si las espachurraba algún vehículo. Como lo hacía todo el mundo y había tantas ranas -miles- que no veíamos malicia alguna en esa práctica. Hasta podía resultar divertido si la que ganaba era tu rana. Ganar consistía en que no pasaba ninguna rueda de coche -R-4, Simca 100, Seat Panda, R-7, R-12 o Seína- por encima.
Yo creo que
lo que me apartó de la práctica de busca y captura de ranas fue ver cómo uno
que yo me sé -un vecino de la calle un poco mayor y bastante más sádico que
nosotros-, diseccionó una con una hoja de afeitar que era una lámina fina que
cortaba por los dos lados que se ponía en el final del mango de la cuchilla.
Puso a la
rana encima del petril del puente romano y de un tajo certero rajó el pellejo
de la barriga de arriba abajo, desde el cuello hasta el culillo, que es donde
se juntan las ancas. Recuerdo que el animal casi no soltó sangre y que vi un
bulto morado abajo que ocupaba casi todo el cuerpo, supongo que era la barriga.
Y sobre todo, lo que más me impactó, a su izquierda, arriba, fue el corazón
latiendo a toda velocidad. Y es que el muy animal -el vecino de mi calle-
rajaba a las ranas mientras estaban vivas.
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