La sociedad civil necesita a los historiadores (una conversación con Justo Serna)
Este artículo es fruto de un diálogo. Es una reflexión común y compartida entre dos historiadores: (Justo Serna y yo) sobre la historia y su influencia, sobre la investigación y su divulgación. […]
Parte primera
El público lector de los historiadores
no se limita a los colegas del mundo académico, abiertos o no al exterior. No se
reduce a nuestros pares intelectuales: los pares…, guarecidos o encerrados mientras desarrollan una
investigación concreta. Ahora bien, no siempre esos colegas nuestros atienden a
quienes se dirigen o deberían dirigirse: ese público lector que va más
allá de las barreras académicas.
Preguntamos… ¿Quiénes leen a los historiadores? ¿Qué
utilidad le ven a esta disciplina? ¿Un historiador hace lo que hace sólo para sí mismo? Respuesta: en parte sí, porque todos hacemos cosas que nos interesan, más allá de que otras personas
puedan interesarse por lo mismo. Preguntamos… ¿Las hacemos para nuestros compañeros, para los colegas de departamento
académico, de biblioteca o de archivo,
etcétera, esos lugares en donde compartimos momentos de investigación?
Un historiador hace lo que hace para explicar
a la sociedad civil en qué ha consistido el pasado y cuánto de ese tiempo pretérito queda todavía en el presente y cuánto se ha perdido. En breve, para explicar por qué hay lo que hay o qué ha dejado de
existir.
Estamos de acuerdo en la necesidad de
preguntarnos por cuestiones historiográficas. ¿Qué es la historia? ¿Quiénes hacen historia? ¿Y para qué la hacen? ¿Quiénes escriben la historia? Son preguntas básicas, propias de
historiadores.
Podemos y sabemos investigar. ¿Por
qué? Porque hemos sido formados académicamente para plantearnos cuestiones: un objeto de
conocimiento. Y para buscar las fuentes que puedan aclararnos ese objeto de
conocimiento.
Somos historiadores porque seguimos
unos protocolos, unos procedimientos. No podemos investigar, escribir o producir historia a nuestro albur,
según las apetencias y sin atenernos a unas reglas. Estamos ceñidos.
Como en toda disciplina. El resultado, previsible o imprevisible, es o puede
ser colosal. De repente, lo investigado no es solo algo remoto. De pronto
descubrimos cosas que atañen al presente.
Ahora bien, muchas veces el público se
queda con la idea de que los historiadores se ocupan del pasado por escapismo:
por alguna rareza personal. ¿Para qué emplearse en aclarar el pasado si
vives en el presente? Alguien muy bien puede reprocharnos: ustedes se
representan del pasado seguramente para evadirse de este mundo que nos aturde,
que es el presente.
¿Para qué ocuparse de temas remotísimos cuando podrían emplear su
tiempo en asuntos del mundo actual? ¿De qué nos sirve preocuparnos por la Antigüedad, por la Edad Media, por la Historia
Moderna. Un
público urgido por el presente se preguntará razonablemente a quién puede interesar todo eso.
Y ese mismo público podría decirnos…
Entendemos que os ocupéis del siglo XIX, que, en fin, nos queda ya muy lejos. Entendemos que os
ocupéis de la Guerra Civil, que no deja de ser un fenómeno ya
muy distante. Pero aquello que debería interesaros, historiadores, es
principalmente el mundo actual. Pero nosotros, los historiadores, nos
preguntamos qué es lo actual, en qué se basa la actualidad.
Un ejemplo bastará. Hace unos años, uno de nosotros impartía clases de una asignatura
titulada
Introducción al Mundo Actual, de primer curso.
Había que abordar el atentado contra las Torres Gemelas. El profesor se dirigió
a sus alumnos, diciéndoles literalmente: hoy vamos a hablar del 11-S. De
repente observó caras de incredulidad y de estupefacción. De ignorancia.
El profesor preguntó y se preguntó qué
ocurre. ¿Acaso no sabéis de qué estamos hablando?, dijo. Los alumnos negaron
saber qué es el 11-S. En plena discusión, el profesor no da crédito. Vamos a ver —aclara—, ¿no habéis oído hablar de las Torres Gemelas?
Un alumno aventajado respondió: ¡ah!, bueno, sí, es eso que ocurrió el año
en que yo nací.
[…]
Parte segunda
No pocas personas, cuando piensan en
los historiadores, los suponen señores muy mayores (preferentemente señores)
con los hombros encorvados. Los identifican como personas prematuramente
envejecidas. Durante años se han quemado las pestañas leyendo y consultando
libros antiguos y legajos abultados. Durante décadas han consumido sus vidas
otra vez leyendo y consultando expedientes de hojas amarillentas y quebradizas.
Los imaginan como eruditos que apenas pisan la calle, la vida y la vida
públicas, encerrados y desempeñando su tarea casi sacerdotal y retirada. Y poco
más.
Pero resulta que no es así. O al menos
no debería ser así. Los historiadores intervienen o deberían intervenir en la
sociedad civil, en las distintas esferas públicas de la sociedad civil, allí en
donde se da la liza política y comunitaria.
Los historiadores deben transferir sus
hallazgos a la sociedad, deben comunicar y deben difundir los resultados de sus
propias investigaciones. O, en otros términos, deben
plantearse una transferencia de capital humano, un repertorio de instrumentos
válidos y valiosos dirigidos a públicos a los que formar e instruir. Para que
sepan y puedan comparar, para que se formulen preguntas y dudas, para que se
planteen la propia historicidad y la propia contingencia de sus vidas.
Es ahí cuando ya el historiador debe
renunciar a su carácter de persona exquisita. No solo habla a sus sus pares,
sino que también lo hace con el público ajeno. Es más: debe integrarse, formar
parte de un vasto conjunto al que servir, al que radicalmente
sirva aquello sobre el que el investigador ha hablado y difundido.
De lo que se trata es de que quien lea
eso tenga un conocimiento más o menos cabal de qué demonios sucedió. Si no eres capaz de
hacer eso, alguien ocupará tu lugar. Tienes que conseguir que eso que has
alcanzado y dices llegue, que llegue a alguien. Debes mostrar el producto. Y
ahí es en donde está el problema. ¿Por qué razón? Porque un
producto de ese tipo debe integrarse en el negocio editorial.
No es fácil.
Esa complicación es el meollo, el
busilis, de lo que hablamos ambos. Si no eres capaz de llegar a hacer eso, la
difusión de tus investigaciones, lo que has hecho tú, no sirve de gran cosa.
Alguien puede desmentirte. ¿Cómo que no?
Escucha, doctor, ¿cuánta gente ha
conseguido entender eso que tú explicas, cuántos captan que lo que dices sirve
para solucionar cualquier tipo de problema? Es entonces cuando salta la gran
pregunta sobre la disciplina. ¿Para qué sirve la historia?
Parte tercera
Mucha gente cree que la historia no es
un conocimiento útil o al menos que no es inmediatamente práctico. Vaya, que con la historia no resuelves
problemas. Es decir, si tienes una enfermedad, acudes a un médico y a partir de los síntomas, el
galeno puede atinar con tu patología, prescribiéndote los medicamentos
necesarios.
¿Es tan útil la historia? Hay una
tendencia arraigada, un lugar común, que sostiene la inutilidad de la historia. Se supone que los problemas del
presente son del presente. Cuando nos planteamos esto, podríamos mostrar
sucintamente lo que ocurría en el ámbito anglosajón y, concretamente. en Gran Bretaña hace décadas, cuando era un
Imperio.
Muchos historiadores formados, no solo
en Cambridge y en Oxford, fueron tempranamente reclutados para formar parte del
servicio diplomático (o del espionaje rival). Eso de entrada.
Se
suponía que un historiador tiene datos y criterios de discernimiento. Tenían y
tienen una formación humanística amplia que les permite ver los problemas
diplomáticos de una manera vasta.
Por ejemplo, pensemos en uno de los
grandes nombres de la historiografía del siglo XX, un autor indiscutible como es Edward Hallet Carr. Ya en su
madurez escribió un libro titulado ¿Qué es la Historia? (1961). Carr fue diplomático durante la Primera Guerra
Mundial al servicio de Su Graciosa Majestad y aprendió no solo lo que se le transfirió de la
Academia, sino también aquello que observó prácticamente: política y diplomática precisamente
estando allí.
Dicho en otros términos, y pasando a otra cuestión, los
historiadores servimos para bastantes cosas. No solo para introducirnos en un
archivo o en una biblioteca con el fin de acopiar o acumular mucha
documentación o información, sino para después, o al tiempo, aclarar distintos
objetos de conocimiento.
No solo el que llevamos cuando nos
introducimos en el archivo o en la biblioteca, sino para abrir distintas
ventanas, para abrir diferentes hijuelas. Por tanto, para pensar en temas diferentes que el
archivo o la biblioteca te proporcionan. Y, como somos personas del presente, pues vemos
inmediatamente el contraste con lo que estamos investigando.
Dicho en otros términos también, el caudal de conocimientos que
adquirimos, el contraste de fenómenos del pasado y del presente sobre los que
acabamos sabiendo o conociendo…, todo eso tiene que ser aprovechable.
Y la única manera de aprovecharlo no
es solo publicando la investigación concreta (que hemos realizado, que
está muy
bien, y que llegue al mayor número de personas posible, que también está muy bien).
La única manera es que todo
historiador debería plantearse que en cuanto se ponga a escribir, debe ser para
que lo entiendan, sea una investigación de altura o sea un producto estricto de
divulgación. O escribe para que lo entiendan o está fracasando.
Y eso, por ejemplo, los miembros más
sobresalientes de la historiografía norteamericana lo tienen muy claro. Ocurre
algo semejante en la británica. En ambos casos se impone como norma escribir bien, que se entienda el discurso, que sea
persuasivo. De lo contrario, dicho producto no acabará de cumplir sus
objetivos, no acabará de ser válido.
Y ahí surge algo que ambos también
compartimos: uno de nosotros lo ha repetido en distintas ocasiones.
Una de las primeras frases que nos
conmovieron, que nos conformaron y que a tantos nos formaron como historiadores se la debemos
a Miguel Artola, uno de los grandes, uno de los popes, como entonces
malamente se calificaba a quienes reunían saber y poder, al menos en el medio
académico.
Miguel Artola solía decir en clase, en
una de las primeras clases, si no la primera, que lo que tiene que hacer
bien un historiador es escribir bien. O algo parecido a eso. Y ello
lo defendía para introducir su asignatura, que entonces era Historia de la
España Contemporánea. Es una sencilla frase, pero fundamental. Esto era algo para lo que, en
principio, no estábamos preparados.
Creemos que vamos a la Universidad
para escribir galimatías que nadie o muy pocos entenderán. Y de repente nos
damos cuenta de que no, de que acudimos a la Academia para ser útiles a la sociedad. Aprender esto no
es poca cosa.
Si nos estamos formando como
historiadores, resulta que aprender a escribir bien es una cosa útil.
Es más: es una de las cosas más útiles que podemos hacer por la sociedad.
Si pensamos en profesionales útiles,
los ejemplos que nos salen inmediatamente parecen ser mucho más evidentes, como
es el médico o el bombero. Por supuesto, no vamos
a discutir la utilidad práctica de estos profesionales, el servicio que prestan
a la sociedad.
La cuestión es si el historiador
proporciona un servicio útil a la comunidad y si el hecho de escribir bien
reporta beneficios sociales. La respuesta, como sabemos, es que sí, que el
historiador es un profesional que investiga y difunde sus conocimientos.
Y eso solamente se consigue cuando
tiene la capacidad comunicativa suficiente para hacer llegar al público
lector una explicación comprensible del pasado, una explicación que sirva para entender en qué mundo vivimos hoy.
Parte cuarta
Pero no olvidemos que alguien puede
muy bien acabar preguntando: ¿y para qué demonios quiero yo captar y explicarme
el presente? Pese lo que pueda parecer, esta pregunta no es
impertinente, sino cabal. Está la complejidad del presente y de sus múltiples
factores que puede provocar la deserción, el desinterés, la asfixia, por sentirnos incapaces
de entender lo que ocurre y lo que nos ocurre. Es tal la circunstancia de hoy,
que podemos desertar de lo que ocurre para ingresar definitivamente en los
mundos de ficción.
Pues bien, esa pregunta (¿y para qué demonios quiero yo captar y explicarme
el presente?) tiene respuesta, una respuesta sencilla y útil.
Si no comprendemos las acciones
humanas, si no entendemos mínimamente los mecanismos sociales, si desconocemos
cuáles son las grandes desigualdades y el funcionamiento del poder y la
influencia, entonces es casi imposible que podamos deambular y desempeñarnos razonablemente por el
presente. Seremos como zombis irresolutos.
De hecho, esa complejidad de nuestro
mundo actual con frecuencia nos hace sentirnos así. Nos vemos incapaces de
hacer cosas, ciertas cosas, porque nadie nos ha explicado cómo se hacen esas
cosas o nadie nos ha dado las instrucciones mínimas para hacer funcionar las
prótesis técnicas de que servirnos.
Es entonces cuando el conocimiento del
pasado nos auxilia. Por ejemplo, las preguntas básicas de la humanidad no
cambian de generación en generación. Por eso mismo, las respuestas genéricas que damos a los problemas que nos
acucian suelen repetir en parte soluciones que en el pasado
se han dado.
El bienestar, la salud, la mejora
material, el progreso tecnológico, la relaciones humanas, el poder, la libertad, la obediencia, la desigualdad,
etcétera, son asuntos que nos acucian desde antiguo.
También es verdad que alguna de esas
preguntas no se formulaba en el pasado. O se planteaba de otro modo y con otro
léxico que ya no nos resulta familiar.
Pero hoy somos conscientes de que el
bienestar, la salud, la mejora, expresados así o de otro modo, son los asuntos
que nos conciernen con urgencia, asuntos a los que hay que dar respuesta.
Cuanto más conozcamos ese pasado que
ha influido y que nos ha traído hasta aquí, es más raro vivir en la inopia o completamente
desorientado. Es más difícil que tengamos lagunas indescifrables.
Es verdad, por otra parte, que el
presente no se explica solo con el pasado. Pero lo actual es absolutamente
incomprensible sin saber qué soluciones se planteaban nuestros antecesores. Para poder
desenvolvernos con un mínimo de pericia en el presente tenemos que tener
conocimiento de lo remoto y de lo reciente.
Admitamos que el pasado no resuelve
todos los problemas que nos acucian hoy en día. Pero, por lo menos, ese
conocimiento nos sirve de contraste, de comparación.
Aprendemos por imitación, pero aprendemos también por contraste y comparación.
Ahora, por ejemplo, a finales de 2024,
estamos en una situación internacional realmente delicada. La pregunta que se
hace un historiador es: ¿y cuándo no hemos estado al borde de una y de
distintas crisis que se entrecruzan y se agravan?
Alguien que no disponga de
conocimiento histórico, que viva a ciegas en el presente, es
probable que sienta aturdimiento y una angustia absoluta.
El conocimiento histórico no te alivia
enteramente, pues sabemos que el ser humano es capaz de lo peor, que las
mejoras son reversibles.
Sabemos que en situaciones
equiparables o parecidas a esta, los antepasados recientes o remotos han
resuelto con torpeza, con escasa o mala información y hasta con desinformación absoluta. O que incluso han tomado las peores
decisiones.
¿Quién no dice que ahora no vayamos a hacer
lo mismo o a optar por lo peor? El
desconocimiento del pasado nos hace decir y obrar con grave, con peligrosa, con arrogante ignorancia.
[…]
Parte quinta
Saber no te alivia, pero te permite
sobrevivir con alguna luz, más allá de la oscuridad absoluta. Precisamente
por eso es por lo que nos sorprende que tantos contemporáneos nuestros carezcan
de todo interés por la historia. Ignorar por completo el pasado te
hace vivir efectivamente en la oscuridad y en la ansiedad absolutas.
Podemos pensar que esa ignorancia se
debe a la escasa capacidad comunicativa que demuestran tantos historiadores.
Podemos pensar que los investigadores no están para perder el tiempo divulgando
conocimientos que están al alcance de quien tenga o quiera tener interés.
Por tanto, el desconocimiento —podríamos pensar— está al margen de que los historiadores
difundan mejor o peor sus erudiciones acerca de la conducta de los antecesores
en el pasado.
Sin duda sorprende que pueda haber
tantas personas de nuestro tiempo arrastradas por el presente
continuo,
careciendo de referencias, sin posibilidad de comparar y, por ello mismo, sin
posibilidad de entender qué es lo que nos pasa.
En el pasado, a cuestiones parecidas
se le dieron distintas soluciones y, con lamentable frecuencia, la peor
solución posible. Por tanto, aun sabiendo qué fue del pasado, podemos incurrir
en lo peor, optando por la solución menos adecuada.
La historia no nos libra de los
problemas actuales, tampoco es un repertorio de soluciones inapelables. Pero en
cualquier disciplina de tipo práctico en la que haya que obrar con eficacia,
sus responsables examinarán los antecedentes con el fin de tomar decisiones.
O, en otros términos, echarán mano de lo realizado
por los antecesores para iluminar, para arrojar luz. Así se hace por ejemplo en
el ámbito de la justicia, en donde es determinante la jurisprudencia previa.
Por eso se entenderá que, a nivel general, los
historiadores tengan un papel relevante y ese papel relevante es difundir el
saber a manos llenas, empleando los medios disponibles.
Si no lo hacen los historiadores,
alguien lo hará. Y quien lo haga puede hacerlo con la corrección y los
procedimientos que se le suponen a los académicos o puede hacerlo de forma
arbitraria, interesada o sesgada.
No es extraño, incluso, que los peores
conflictos que se dan sean fruto de conocimientos históricos tergiversados o de la falta de unos
conocimientos bien fundamentados. Esos conflictos suelen excitar, por decirlo
de alguna manera, las más bajas pasiones.
Cuando se dice que la historia no
sirve para nada, cometemos un error imperdonable. La mala historia es
utilísima para provocar enfrentamientos, resentimientos y los odios más
feroces. La mala historia, difundida por intrusos poco escrupulosos o,
también por historiadores que manipulan, proporciona un combustible
peligrosísimo en manos de los demagogos del presente.
La buena historia debería ser un antídoto contra toda
clase de fanatismos. ¿Contra el fanatismo leemos? Por tanto, ¿leer nos evita caer en el fanatismo?
Leer es un instrumento de conocimiento que nos sirve para averiguar aquello que
desconocíamos o para actualizar aquello que no sabíamos que sabíamos. Pero leer no es un antídoto en sí mismo.
Pensemos, por ejemplo, que Adolf
Hitler leía con voracidad abundante literatura de todas clases. Eso sí: siempre
buscando la confirmación de sí mismo, siempre corroborando aquello
que de antemano ya pensaba.
En otros términos, si lees obras fanáticas, te irás haciendo cada
vez más fanático. En realidad, lo que nos ayuda contra
el fanatismo, que es probablemente uno de los peores males que aqueja a la
humanidad, es tener noción de la diferencia, de las diferencias.
Si la actitud previa es abierta, si la
lectura nos confronta, si la experiencia personal es activa y desprejuiciada
observación, entonces podremos combatir el fanatismo y, con él, la xenofobia, el racismo, etcétera.
Como decía Umberto Eco, a no ser racistas, se
aprende, pero este aprendizaje no te lo dan los libros, o una actitud sensible.
A no ser un fanático o un ignorante atrevido se aprende buscando en el
pasado no lo que nos confirma, sino aquello que nos incomoda, aquello que quizá
nos se parezca, pero que en el fondo nos desmiente.
En este caso, pues, leer
abundantemente, leer de distintas materias, crearse un conjunto de referencias
válidas y sólidas, es lo que nos permite orientarnos en el presente convulso.
Y en ello los historiadores desempeñan un papel decisivo. No pueden dejar
su materia a los periodistas solo porque estos comunican bien, con los recursos
de su profesión. Por supuesto hay que saber comunicar y en ello los
historiadores han descuidado frecuentemente esa labor.
Imaginemos una discusión en un plató de televisión acerca del
estado de los conocimientos y de la investigación sobre el cáncer. Imaginemos
que tal debate se deja en manos de cinco periodistas, periodistas que, en el
mejor de los casos, tienen un conocimiento aproximado a propósito del cáncer. Obrar así sería un error.
No, no hay que dejar en manos de
periodistas lo que puede comunicar un especialista o un divulgador bien
documentado. Atención, si quienes acuden al plató, son efectivamente médicos
especialistas, deberán imponerse ciertas reglas comunicativas.
En primer lugar, quienes ven y
escuchan es probable que tengan interés en averiguar algo sobre el cáncer. O
no.
Segundo, quienes ven y escuchan no
tienen por qué tener nociones previas bien fundamentadas. Por tanto, ante el objetivo, distinguidos
especialistas no deberían dar nada por supuesto. Explíquense con claridad.
Y además, introduzcan elementos
positivos. No se trata de decir que el mundo es bello, pero introduzcan elementos
positivos:
la investigación avanza, resolvemos problemas, etcétera.
Pues bien, los historiadores
deberíamos obrar y plantearnos las cosas de modo parecido. Para empezar
deberíamos estar debatiendo en los medios de comunicación con nuestros mejores
saberes y con las mejores dotes persuasivas para razonar y convencer.
Si se nos estropea el fregadero, ¿a
quién llamamos? A un fontanero, ¿no? El profesional no realizará su trabajo sin explicarse. Lo normal,
lo deseable, es que repare la avería, dándonos al tiempo detalles comprensibles
de por qué ha fallado el sistema de canalización.
Pues si usted quiere saber sobre el
pasado, ¿a quién debería recurrir? Debería llamar a un historiador. Lamentablemente, no siempre se hace.
Si uno no utiliza al profesional que se dedica a esto, el cliente no puede
aspirar a tener conocimiento alguno sobre esa discusión.
Y debemos reparar en que la historia
es, como antes decíamos, un material combustible, un
material que puede llegar a envenenar el ambiente a partir del narcisismo de
las pequeñas diferencias, a partir de las exposiciones fanáticas, a partir de
las ignorancias.
Parte sexta
La imparcialidad es un fenómeno de difícil manejo humano, pero los
historiadores nos sometemos a la inspección de los pares. De entrada, con
nuestros estudios, no podemos envenenar el ambiente, el presente.
No podemos ser arbitrarios.
Debemos ser conscientes en la esfera
pública del daño que hacen las malas informaciones históricas, los bulos o los
tópicos. Creemos que, por eso, los historiadores deben utilizar todos los
canales y los recursos disponibles para proporcionar datos con
significado, datos en contexto: todos los medios a su alcance.
Eso sí, los historiadores deben saber,
entre otras cosas, que cada medio tiene su propio lenguaje. Que cada género que cultiven tiene sus
exigencias, sus limitaciones y que, por tanto, no se puede hablar igual al
público selecto de un máster o de un doctorado que al gran público.
En su carrera académica, un historiador suele escribir libros. Pero un historiador puede hacer
muchísimas más cosas siempre y cuando tenga acceso a esos medios de
comunicación que le permitan canalizar sus saberes. Hay que cultivar la
capacidad de contar y hay que contar con las personas que saben explicar.
Nosotros nos hemos formado en un mundo
en el que un historiador era alguien que hablaba para historiadores. Eso está empezando a cambiar. Los historiadores
somos transmisores de conocimiento, dirigido a la sociedad civil. Si no llega a
la sociedad civil lo que el historiador investiga y difunde, aquello que hace,
no servirá absolutamente para nada. Y para comunicarlo hay muchas maneras de
hacerlo. El libro, por ejemplo. Y ahí llegamos a un momento fundamental de esto
que nos planteamos.
¿Qué tienen que ver los historiadores con
el negocio editorial?
Si vamos a publicar un libro, los
primeros que no deben aburrirse con la elaboración y
escritura de su obra son los propios autores. Segundo, no tenemos al público ganado, ni
muchísimo menos.
Por ejemplo, publicamos un libro sobre la Guerra Civil y nos
decimos: bien, como a todo el mundo, prácticamente a todo el mundo, interesa la
contienda; por tanto, de entrada ya tenemos ganado al público; seguro que se interesa por nuestro
libro.
Pues no, precisamente no.
Los temas acuciantes o más interesantes deben ser tratados con el mayor
esmero. No pueden abordarse de cualquier manera bajo el supuesto de que los
lectores acudirán al margen del tratamiento.
Antes al contrario: los temas más o
menos interesantes…, o los tratamos de modo que captemos al público o
perderemos a esos lectores a la segunda página. La transmisión de conocimientos no puede ser mera
ostentación.
No podemos abrumar a nuestros lectores
con erudiciones vastas y prescindibles si con ello oscurecemos la comunicación.
Tampoco debemos expresarnos desde la arrogancia del presente, tratando a los
antepasados como unos sujetos ignaros que tomaban las peores decisiones,
etcétera.
Nosotros no estamos al final del
proceso. Los historiadores no están al final del proceso, un proceso que
supuestamente podrían ver con claridad. Evitemos la arrogancia del presente y
la arrogancia del saber. Hay que profesar la humildad del conocimiento, y hay
que transmitir ese conocimiento con claridad.
¿Esto qué significa?
Que hasta las cosas más complejas se
pueden decir de modo comprensible sin convertirlas en simplezas. Y, además, si estamos en un espacio
público, en la medida de lo posible, utilizaremos un lenguaje gestual, verbal,
oral, un lenguaje que llegue a ese público: a esos destinatarios a quienes tenemos que seducir,
persuadir, argumentar, convencer, de las mejores maneras posibles. A veces se
consigue y a veces no se consigue.
Ahora bien, si nos desentendemos de la comunicación
y, por tanto, consideramos que el tema por sí mismo ya es interesante y que ya
vendrán a nosotros…, entonces lo tenemos todo perdido. Y además, como antes decíamos refiriéndonos concretamente a los libros y, por
consiguiente, a la cuestión editorial, hay que escribir bien.
Insistimos en ello.
En cierta ocasión preguntaron a Thomas Mann: ¿qué es un escritor?, ¿es alguien
que escribe fácil?
Mann respondió airado. No, no, no, y
tres veces no.
Un escritor es alguien a quien le
cuesta mucho escribir. Esto es, que para poder escribir algo que parece
sencillo o que es inmediatamente comprensible o que plantea cuestiones
importantes, pero con un lenguaje accesible, esa persona ha tenido que trabajar
mucho.
No necesariamente en lo que es el
producto final resultante, sino incluso en su cabeza y desde tiempo atrás. Para
que algo salga sencillamente, en su cabeza ha habido múltiples cavilaciones con
el fin de que el destilado o resultado sea el mejor posible.
[…]
Parte séptima
Entre los muchos libros que podríamos citar para
ir cerrando esta reflexión, hay uno que compartimos y que juzgamos muy
positivamente por las grandes virtudes que adornan al autor y a la obra.
Nos referimos a Qué hacer con
un pasado sucio, (2022), de José Álvarez Junco. Es un libro utilísimo para entender cómo
manejarnos con el pasado que nos ha tocado… ¿vivir? No, revivir, acarrear. No
hay uno o dos. Todos los Estados y países tienen un pasado sucio. Con ese lastre debemos cargar y
acarrear, un lastre que no nos determina ni nos limita. Nos condiciona: no
podemos ignorarlo, desconocerlo. Nos condiciona porque nos obliga.
Y, además, es sucio. ¿En qué sentido?
Pues en el sentido de que no hay colectividad humana que quede excluida de la
violencia, que no hay nación que no esté bañada en sangre, que no hay comunidad
que no se fundamente en algún tipo de agresión contra el otro, contra el
extranjero o, incluso, contra los propios compatriotas.
¿Es que, acaso, el pasado de la Gran
Bretaña es un pasado simplemente glorioso e imperial? ¿Es que, acaso, el pasado
de Alemania y el pasado de Francia están libres de la ignominia que hoy vemos y
juzgamos como tal?
Pasados sucios los tenemos
todos. La
ventaja que tiene el libro de Álvarez Junco es que resulta un antídoto contra el supremacismo, contra
el fanatismo, contra el sectarismo. Este libro, como otros de su misma especie,
nos ayuda a pensar.
Y, además, está escrito de una manera accesible. El
gran historiador que escribe con claridad y escribe sobre un tema fundamental
que nos condiciona, que afecta a este presente continuo.
Continuará.
Este texto pertenece al artículo ‘No hay historia sin público lector’, escrito junto a Justo Serna y publicado el 12 de diciembre de 2024 en MAKMA, que puedes leer completo EN ESTE ENLACE.
[arte de Aledo&Vallaure]
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