El terrorismo en el País Vasco: la ley mordaza de ETA; por José Antonio Pérez Pérez

Este artículo es continuación de ‘El terrorismo en el País Vasco: ETA contra Lemóniz; por José Antonio Pérez Pérez’.

Lugar donde fue asesinado Julio Expósito Pascual por ETAm el 20 de junio de 1980. La banda terrorista acusó a la víctima de mantener contactos con elementos de la extrema derecha de Sestao. Archivo Municipal de Bilbao. Fondo La Gaceta del Norte.


El terrorismo que practicó ETA no buscó solamente doblegar al Estado y lograr la independencia de Euskadi; su objetivo fue, sobre todo, imponer un proyecto político de corte totalitario y uniformizar a toda la comunidad en torno a unos valores y principios ultraconservadores revestidos superficialmente con un barniz revolucionario de estética militarista. Para ello, además de atentar contra los miembros de las Fuerzas de Orden Público, fue necesario señalar, estigmatizar y asesinar a aquellos que fueran sospechosos de romper esa realidad homogénea que pretendían materializar por la fuerza de las armas. Se trataba, fundamentalmente, de matar de manera selectiva a unos cuantos para atemorizar a la mayoría, es decir, de extender una ley del silencio que impidiera disentir a cualquiera que no compartiera sus ideas.

Una de las prácticas que llevó a cabo la organización terrorista, con la colaboración necesaria de cientos de personas de su entorno, fue la elaboración de «listas negras» en las que fueron incluyendo y señalando a los «enemigos del Pueblo Vasco». Pasar a formar parte de aquel siniestro listado era tan sencillo como, paradójicamente, fácil de evitar: podía bastar con tener un coche de alta gama matriculado en Madrid o, por el contrario, conducir un viejo utilitario matriculado en San Sebastián. En el primer caso, aumentaban las sospechas de haber sido comprado con dinero de la Policía utilizado para pagar delatores mientras que en el segundo cualquier duda quedaba disipada. No era sino una traslación temporal del imperativo que sintieron todos los rojos y ateos que en 1939 comenzaron a ir a misa para disipar cualquier tipo de sospecha sobre sus convicciones morales privadas. Si el franquismo lo había logrado violentamente, ETA trataría de hacerlo de la misma manera; a balazos.

A lo largo del periodo que trata Historia y memoria del terrorismo en el País Vasco, 1968-1981, decenas de personas fueron asesinadas tras ser señaladas por el entorno de la banda terrorista. Cualquiera que no perteneciera a la comunidad nacionalista vasca podía ser objeto de este siniestro procedimiento que precisó de la colaboración del entorno de las víctimas, sobre todo de sus vecinos, para lograr sus objetivos. Algunos datos nos pueden ayudar a tener una idea aproximada de la magnitud de este fenómeno. De las casi cien víctimas mortales causadas por la banda en 1980, un total de treinta y una fueron acusadas por ETA de ser confidentes policiales o, sin precisar mucho más, de colaborar con el «Estado en la represión de Euskal Herria». Esta caza de brujas también provocó «errores», algunos de ellos reconocidos por la banda como sucedió tras el asesinato de Ceferino Peña Zubía. En otras ocasiones, una parte de la sociedad reaccionaba tras constatar (o creer) que la banda -o sus grupos afines- se había equivocado, como sucedió el 6 de abril de aquel 1980. A los pistoleros de los Comandos Autónomos les habían dicho que dos guardias civiles se encontraban en el Bar Biotza de Orio, una información que resultó ser cierta. Cuando entraron, identificaron a Francisco Pascual Andreu y creyeron que su contertulio era un compañero del Cuerpo, vaciando sus armas contra sus cuerpos. Sin embargo, la otra víctima resultó ser el pescador oriotarra Florentino Lopetegui Barjacoba, cuyo padre estaba afiliado al PNV. En el comunicado posterior, los CAA negaron haber disparado involuntariamente y relacionaron a Florentino Lopetegui con la Guardia Civil, afirmando que colaboraba con ellos. El Ayuntamiento de Orio, gobernado por la formación jeltzale, convocó un pleno para trasladar a ETA un comunicado de los padres de Lopetegui en el que negaban que su hijo fuera un chivato, pedían a la banda que reconociera su «error táctico» y decían perdonar «el error cometido, pero nunca la mentira».

Mas allá de estos errores, el origen de los asesinados creó una falsa sensación de seguridad entre quienes eran naturales del País Vasco o Navarra y, además, poseían apellidos vascos. En cierta manera, los asesinatos selectivos cometidos hasta finales de 1979 contra simpatizantes de partidos de derechas o contra familias carlistas que no habían evolucionado durante la dictadura hacia el nacionalismo vasco, ya habían vaciado de indeseables y malos vascos pueblos o comarcas enteras. Cada uno de estos atentados mortales acababa por afectar al entorno familiar o al círculo de amistades más próximo a la víctima, extendiendo sobre ellos la sombra de una duda sobre su filiación política y su comportamiento. Cientos de personas, probablemente miles (nunca podremos saber el número exacto) se vieron obligadas a abandonar el País Vasco tras los asesinatos que segaron la vida a todos aquellos que fueron señalados desde el anonimato por el dedo acusador de los cómplices del terrorismo.

Uno de los colectivos más afectados por este fenómeno fue el de los taxistas. Entre 1969 y 1985 catorce profesionales de este sector fueron asesinados en el País Vasco por el terrorismo. Tras cada uno de estos atentados surgía siempre la misma pregunta: ¿por qué? Se trataba de una cuestión limitada a la incomprensión por el asesinato de personas que no encajaban en el patrón criminal de ETA socialmente extendido. No eran policías, ni militares, ni guardias civiles, ni responsables políticos de la derecha no nacionalista, con la que ni siquiera simpatizaban en la mayor parte de las ocasiones. Se trataba simplemente de personas con un amplio sistema de relaciones sociales y justo eso es lo que les convertía en sospechosos a ojos del nacionalismo vasco más radical. Buen ejemplo de ello fue lo sucedido tras el asesinato del taxista cacereño y vecino de Rentería Benito Morales Fabián, cometido por ETA el 2 de octubre de 1980. Todas las crónicas periodísticas coincidieron en recoger testimonios que negaban o decían desconocer que Morales tuviera alguna simpatía política definida, no encontrando la explicación que tan necesaria consideraban. Ante la falta de respuestas, el 4 de octubre el diario nacionalista Deia informaba de que a Benito Morales «le fue retirado el carnet de conducir hace menos de un año y por un periodo de seis meses. La razón de esta sanción tuvo que ver con un accidente de tráfico a partir del cual resultó atropellada y muerta una persona». Cualquier sospecha, cualquier coincidencia, cualquier circunstancia extraña o sancionable a los ojos del mundo abertzale, por absurda que fuera, podría ser motivo suficiente para sufrir un atentado mortal de estas características, y lo que es peor, para justificarlo ante un sector importante de la sociedad vasca.

 

Sobre todo ello, sobre la estrategia que llevó a cabo ETA para amedrentar y amordazar a un sector de la sociedad vasca, escribe Javier Gómez Calvo en el séptimo capítulo de Historia y memoria del terrorismo en el País Vasco, 1968-1981, el libro coordinado por José Antonio Pérez Pérez y editado por Confluencias (2021).

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