Vladímir, para, le grita Donald al pato Lucas en la última secuencia del fin del mundo humano mientras en Ucrania aún hay gazatíes riéndose por lo bajo de que en Yemen siga habiendo esclavos de siglos anteriores a la vida de las flores del desierto.
El papa Francisco se acabó muriendo sin haber
enviado en su vida un guasap desde ningún vagón de metro a nadie que necesitara
que rezaran por él aunque fuera a través de lo que sea que hacen los teléfonos
móviles cuando Jesús los inmoviliza para que Israel deje de ser de una vez por
todas el pueblo elegido.
Bolsonaro se está
muriendo a la hora en que en una ciudad francesa cuyo equipo no sé si jugará
alguna vez la Champions una alumna con una única canica en sus bolsillos muere
apuñalada por otro estudiante en un instituto.
Ni Sodoma ni Gomorra
fueron destruidas por el impacto de un objeto extraterrestre ni la dana
valenciana tenía nada contra el presidente de la Generalitat entre dos ríos.
Hay que estar en
Madrid para oler cada vez peor si la huelga de quienes deben limpiarla sigue sin
convencer a los dueños del dinero que sirve para pagarles mejor que a los
gazatíes que se ríen por lo bajini de eso de Yemen y de la maldita elección
divina del pueblo de Israel.
¿Deberíamos acabar prohibiendo
todos los libros que no le gusten a quien acabó con la vida de Francisco para
tenerle cerquita allí en ese lugar llamado Cielo?
El fin del mundo es
nuestro. Este fin del mundo es por completo nuestro, mío y de vosotros. ¿Lo
queremos? Siguen diciendo por ahí que el amor es suficiente. Que lo de Dios no
está del todo claro.
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