Algunos de los chicos de mi barrio y del Cervantes escuchábamos el Búho, el Diario Pop, toda la programación, casi toda, de Onda-2… Superado el mundo de Juan Bau y los reyes de la música ligera españoles, Camilo por encima de todos, me empapé en la habitación musical de mi tío Antonio de Los Bítels y me harté de Neil Diamond para llegar a Los Kinks y Los Doors sin pasar por la Velvet. Y Los Rolling, que más tarde serían Los Stones. Y las primeras cassettes repletas de grabaciones de las canciones que sonaban en la radio: Una de estas noches de Los Eagles y No estoy enamorado de Diez Centímetros Cúbicos. Lo recuerdo, esas fueron las primeras dos para las que apreté las dos teclas que permitían grabar sobre las cintas los sonidos que ya me embelesaban.
¡Ah¡ y las primeras cassettes que tuve ya grabadas, la
recopilación Rock and roll music, de
Los Bítels, y el Desire de Dylan, las
compré en una furgoneta ambulante abierta en su lateral espléndido con su
mercancía sonora tan atractivamente a la vista. Como lo lees, una furgoneta.
Cintas, sí. Antes de los vinilos, y mucho antes de los cedés y de la música sin
empaquetar. Y los primeros libros que leí sobre músicos, todos de la colección
Juglares de Júcar, que dirigía junto a Mariano Antolín Rato la que años después
sería mi jefa en la enciclopedia Encarta, María de Calonge. Aquel Dylan de Ordovás…
Led Zeppelin, Deep Purple, Pink Floyd, todos aquellos
maravillosos dinosaurios a los que no lograron barrer los Sex Pistols ni Los
Clash por más que el aire nuevo nos trajera la Nueva Ola y a Alaska y Los
Pegamoides y a Tequila y a Nacha Pop. Y a Loquillo, que cantaba estonoesHawaii,
donde salían unos Beach Boys que mi hermano Richard imaginaba ciegos porque una
vez vio en el Vibraciones una foto
suya de todos ellos con gafas oscuras a lo Roy Orbison. El mismo Loquillo del
que fui a comprar su primer disco a una tienda de Torrelavega, a la misma donde
un año antes había comprado la primera cinta de Ramoncín y su maricadetercipelo
y su reydelpollofrito.
En las discotecas, en Osiris, en Argüelles, que era a la que
íbamos, sonaban Steely Dan y todo lo que nos molaba, y a los pubs del barrio
llevábamos nuestras cintas para ver si había suerte y nos las ponían. De todo
ello acabaron por salir los grupos musicales. Estuve a punto de entrar en uno,
pero al final no recuerdo si no me decidí o no me aceptaron. No importa.
Seguramente no fue falta de arrojo ni ineptitud, fue una vez más saber qué es
lo que uno no sabe hacer. Ni le gusta hacerlo. Aunque esto último lo dudo,
porque una vez regresando de Valladolid en su coche le dije a María de Calonge
que mi sueño era subir a un escenario y cantar al menos una canción con Pearl
Jam. Una. Pero no la dije que el otro era jugar cinco minutos, cinco, en el
Bernabéu con la camiseta del Madriz o con la de la Selección, me da igual. Los
demás sueños los he cumplido. Me dejo esos sueños sin cumplir ahí, en la patria
de los sueños, los reservo para no morir en el intento.
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