Bailar. Sudar la vida. Chicos del
siglo XX: bienvenidos a los bailes de Marte. T Rex, Tyrannosaurus Rex, Marc
Bolan. Nuestro dandy del ultramundo.
Un compañero del Instituto Cervantes,
el de Bachillerato que hoy es instituto de Enseñanza Secundaria y sigue en la madrileña
glorieta de Embajadores, me dice te tengo que dejar un disco que te va a
gustar, de la colección de mi hermano... Se llama Bolan Boogie (un
buen recopilatorio, en realidad). El resto es Historia. El disco era de vinilo,
claro. 1978. Tal vez 1979.
Moriste, Marc Bolan hace ya tantos años: llegaste a mí en los años (pre)universitarios,
Marc, cuando el mundo se mostraba a mi alcance y tú ya estabas muerto, entraste
en mi vida cuando me eras más necesario, cuando me obligué a aprender a volar, cuando
quería vivir entre héroes, cerca de ese cielo lleno de música y agua. Marc
Bolan, por los siglos de los siglos, ahora sé que mi esfuerzo por inventarte
valió la pena.
Tyrannosaurus Rex, T Rex. Ese solo poema infinito de Shelley yace
iluminado por una luna purpúrea dormida en el sueño de muerte de Marc Bolan.
La vida
es un ascensor. La danza de un bailarín cósmico. Aquel rocanrol anterior a
Cristo, el de las brumas de Avalon, el del camino de Beltane. Música de
musgo y sangre, Inglaterra esperando a los Sex Pistols: soul de boogie.
En un
poema mío Prince llegaba con Marc Bolan como si fueran ángeles bailando. Ay del
rocanrol y la vida, de mi vida y sus ritmos diarios, de los ritmos y mis
emociones, de mis emociones y el deseo, del deseo y la memoria: de los días en
que todo podía ocurrir (y ocurrió: está ocurriendo).
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