El nacionalcatolicismo: la Iglesia y el primer franquismo
De alguna manera, se puede decir que el nacionalcatolicismo fue en el caso español el consentimiento estatal que el franquismo dio a la Iglesia católica, en tanto que legitimadora por excelencia del régimen −junto al hecho victorioso−, para que pudiera ejercer el control de decisivos espacios sociales pero también políticos.
La moral pública y los comportamientos sociales, la
educación y en general cualesquiera expresiones culturales quedaban sometidas a
la autoridad y las normas eclesiásticas de la jerarquía católica,
incluso a su censura previa.
El nacionalcatolicismo hunde sus raíces en el pasado
precontemporáneo, en los siglos de los gobiernos de la dinastía de los Austrias, pero se formula como un entramado teórico en el siglo XIX y en el XX,
con los pensadores
tradicionalistas, que identificaron
la tradición española con el catolicismo, el ser español con
el ser católico. Marcelino
Menéndez y Pelayo y sobre
todo Juan Vázquez
de Mella podrían ser de
alguna manera los dos autores esenciales de esta si no escuela sí manera de
entender las esencias españolas, tan caras a los vencedores de la Guerra Civil.
La Carta
colectiva
En julio del año 37 se había firmado un documento
esencial en la historia del franquismo y de la Guerra Civil: la Carta
colectiva de los obispos españoles a los de todo el mundo con motivo de la
guerra de España.
Es importante esa Carta por significar de manera
rotunda el decidido apoyo
de la Iglesia católica a los sediciosos y además porque ese documento se encuentra en la base misma del
nacionalcatolicisimo de que venimos hablando.
Aunque no es cierto que en él se diera el
significativo nombre de Cruzada a la causa de los
sublevados, palabra usada desde el principio del alzamiento por
Franco y otros pero que quedó de alguna manera institucionalizada en la carta
pastoral Las dos ciudades, escrita por el obispo de
Salamanca Enrique Pla y Deniel en fecha tan temprana como las postrimerías del
mes de septiembre del año 1936, aunque había sido estrenada ya
en los últimos días del mes anterior, el de agosto, sucesivamente por el obispo
de Pamplona, Marcelino Olaechea; el arzobispo de Zaragoza, Rigoberto Doménech y,
especialmente, por el arzobispo de Santiago de Compostela, Tomás Muniz Pablos.
Pla y Deniel, por cierto, cedería en aquellos días de
otoño a Franco su palacio episcopal para que fuera la sede de la Jefatura del
Estado.
La Carta colectiva fue un mensaje
suscrito por 43 obispos residenciales, 6 de ellos arzobispos y dos cardenales,
y 5 vicarios capitulares que, firmada en Pamplona el 1 de julio de 1937,
adquirió una difusión pública ocho días después.
Solo cuatro de los obispos españoles dejaron de firmar
ese alegato, de entre los cuales cabe destacar a Francesc Vidal i Barraquer, pese a haber encabezado el enfrentamiento entre la
Iglesia y los gobiernos republicanos con motivo de la expulsión del cardenal y
arzobispo de Toledo Pedro
Segura y Sáenz, y a Mateo Múgica.
Fue encargada por el papa Pío XI al
cardenal y arzobispo de Toledo (en sustitución de Vidal i Barraquer) Isidro Gomá cuatro
meses antes, con el objeto de mostrar al mundo la postura de los obispos
españoles y defenderse así de los ataques de la prensa
extranjera a la labor eclesial como instigadora y fomentadora de la misma
guerra.
El propio Franco le pidió a Gomá que redactara un
texto “para disipar la falsa
información en el extranjero”,
en el mismo sentido que la solicitud papal.
De ella son de destacar los siguientes párrafos,
explicativos de la actitud de la jerarquía eclesiástica y aleccionadores sobre
el respaldo evidente al bando franquista.
“Quede, pues, asentado, como primera afirmación de
este Escrito, que un quinquenio de continuos atropellos de los súbditos
españoles en el orden religioso y social puso en gravísimo peligro la
existencia misma del bien público y produjo enorme tensión en el espíritu del
pueblo español; que estaba en la conciencia nacional que, agotados va los
medios legales, no había más recurso que el de la fuerza para sostener el orden
y la paz; que poderes extraños a la autoridad tenida por legítima decidieron subvertir
el orden constituido e implantar violentamente el comunismo; y, por fin, que
por lógica fatal de los hechos no le quedaba a España más que esta alternativa:
o sucumbir en la embestida definitiva del comunismo destructor, ya planeada y
decretada, como ha ocurrido en la regiones donde no triunfó el movimiento
nacional, o intentar, es esfuerzo titánico de resistencia, librarse del
terrible enemigo y salvar los principio fundamentales de su vida social y de
sus características nacionales”.
[…]
“El alzamiento cívico-militar fue en su origen un
movimiento nacional de defensa de los principios fundamentales de toda sociedad
civilizada; en su desarrollo, lo ha sido contra la anarquía coaligada con las
fuerzas al servicio de un gobierno que no supo o no quiso titular aquellos
principios.
Consecuencia de esta afirmación son las conclusiones
siguientes:
Primera:
Que la Iglesia, a pesar de su espíritu de paz, y de no
haber querido la guerra ni haber colaborado en ella, no podía ser indiferente
en la lucha: se lo impedía su doctrina y su espíritu el sentido de conservación
y la experiencia de Rusia. De una parte se suprimía a Dios, cuya obra ha de
realizar la Iglesia en el mundo, y se causaba a la misma un daño inmenso, en
personas, cosas y derechos, como tal vez no la haya sufrido institución alguna
en la historia; de la otra, cualesquiera que fuesen los humanos defectos,
estaba el esfuerzo por la conservación del viejo espíritu, español y cristiano.
Segunda:
La Iglesia, con ello, no ha podido hacerse solidaria
de conductas, tendencias o intenciones que, en el presente o en lo porvenir,
pudiesen desnaturalizar la noble fisonomía del movimiento nacional, en su
origen, manifestaciones y fines.
Tercera:
Afirmamos que el levantamiento cívico-militar ha
tenido en el fondo de la conciencia popular de un doble arraigo: el del sentido
patriótico, que ha visto en él la única manera de levantar a España y evitar su
ruina definitiva; y el sentido religioso, que lo consideró como la fuerza que
debía reducir a la impotencia a los enemigos de Dios, y como la garantía de la
continuidad de su fe y de la práctica de su religión.
Cuarta:
Hoy, por hoy, no hay en España más esperanza para
reconquistar la justicia y la paz y los bienes que de ellas deriva, que el
triunfo del movimiento nacional. Tal vez hoy menos que en los comienzos de la
guerra, porque el bando contrario, a pesar de todos los esfuerzos de sus
hombres de gobierno, no ofrece garantías de estabilidad política y social”.
El Nuevo Estado que ha de surgir de entre las cenizas
del campamental tiene una base ideológica que puede unir al
nacionalsindicalismo: el catolicismo nacional, la unión indisoluble entre el
Estado y la religión dogmática proveniente de la Roma vaticana y tan española.
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