En 2011, el historiador británico Paul Preston, uno de los grandes expertos en la historia de España del siglo XX, especialmente de la Guerra Civil y la dictadura franquista, publicó una de sus obras fundamentales, también dedicada al conflicto español de la segunda parte de la década de 1930: El holocausto español. Odio y exterminio en la guerra civil y después.
“Durante la Guerra
Civil española, cerca de 200.000 hombres y mujeres fueron asesinados lejos
del frente, ejecutados extrajudicialmente o tras precarios procesos
legales. Murieron a raíz del golpe militar contra la Segunda República de los
días 17 y 18 de julio de 1936. Por esa misma razón, al menos 300.000 hombres
perdieron la vida en los frentes de batalla”.
Recuerdo que cuando se publicó este libro, y yo ya tenía bastante avanzada la escritura de mi ensayo sobre el franquismo que publicaría en 2013, sentí una cierta aversión ante la desmesura del título elegido por Preston. Pero, a día de hoy, habiendo vuelto a profundizar en el estudio de aquellos tiempos, mis reticencias se han ido reduciendo notablemente. Holocausto español. Veamos.
Paul Preston justifica así el uso de
expresión holocausto español: “en el conjunto de España, tras la
victoria definitiva de los rebeldes a finales de marzo de 1939, alrededor de
20.000 republicanos fueron ejecutados. Muchos más murieron de hambre y
enfermedades en las prisiones y los campos de concentración donde se hacinaban
en condiciones infrahumanas. Otros sucumbieron a las condiciones esclavistas de
los batallones de trabajo. A más de medio millón de refugiados no les quedó más
salida que el exilio, y muchos perecieron en los campos de internamiento
franceses. Varios miles acabaron en los campos de exterminio nazis. Todo
ello constituye lo que a mi juicio puede llamarse el holocausto español”.
Durante la Guerra Civil española,
hubo dos tipos distintos de represión en las retaguardias,
evidentemente, por un lado la de la zona republicana y por otro la de la zona
rebelde.
“Aunque muy
distintas tanto cuantitativa como cualitativamente, ambas se cobraron decenas
de miles de vidas, en su mayoría de personas inocentes de cualquier delito,
incluso de haber participado en forma alguna de activismo político”.
Por su parte, “los cabecillas de la
rebelión, los generales Mola, Franco y Queipo de Llano, tenían al proletariado
español en la misma consideración que a los marroquíes: como una raza inferior
a la que había que subyugar por medio de una violencia fulminante e intransigente.
Así pues, aplicaron en España el terror ejemplar que habían aprendido a impartir
en el norte de África, desplegando a la Legión Extranjera española y a
mercenarios marroquíes —los Regulares— del Ejército colonial”. Es incontestable
que “la represión orquestada por los militares insurrectos fue una operación
minuciosamente planificada para, en palabras del director del golpe, el
general Emilio Mola, «eliminar sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no
piensen como nosotros».
A diferencia de aquélla, “la
represión en la zona republicana fue una respuesta mucho más impulsiva. En
un principio se trató de una reacción espontánea y defensiva al golpe militar,
que se intensificó a medida que los refugiados traían noticias de las
atrocidades del Ejército y los bombardeos rebeldes. Resulta difícil concebir
que la violencia en la zona republicana hubiera existido siquiera de no haberse
producido la sublevación militar, que logró acabar con todas las contenciones
de una sociedad civilizada”.
Preston pertenece al grupo
(¿mayoritario?) de historiadores que sostiene que “a diferencia de la
represión sistemática desatada por el bando rebelde para imponer su estrategia,
la caótica violencia del otro bando tuvo lugar a pesar de las autoridades
republicanas, no gracias a ellas. De hecho, los esfuerzos de los sucesivos
gobiernos republicanos para restablecer el orden público lograron contener la
represión por parte de la izquierda, que, en términos generales, en diciembre
de 1936 ya se había extinguido”.
De hecho, ya la estrategia bélica del
bando rebelde “era una inversión en terror para facilitar el establecimiento
posterior de la dictadura”.
Preston recogía ya hace años, en este
libro, la imposibilidad de “presentar cifras definitivas del número total de
las muertes provocadas tras las líneas de batalla, sobre todo en la zona
rebelde”. Si bien, “gracias a los esfuerzos que las autoridades republicanas
hicieron entonces por identificar los cadáveres, y por las investigaciones que
posteriormente llevó a cabo el estado franquista, el número de rebeldes
asesinados o ejecutados por los republicanos se conoce con relativa precisión”.
Preston escribía aquel año 2011 que “la cifra más reciente y fiable,
proporcionada por el especialista más destacado en la materia, José Luis
Ledesma Vera, asciende a 49.272 víctimas”; si bien, advertía de que “la
incertidumbre acerca del alcance de los asesinatos en el Madrid republicano
podría ver aumentada esa cifra”.
Lo que sigue siendo evidente, incluso
hoy, es que “calcular el número de los republicanos exterminados por la
violencia rebelde ha entrañado un sinfín de dificultades”. Cuando por fin
se pudo investigarla, después de la muerte de Franco, hubo que enfrentarse tanto
“a la destrucción deliberada de abundante material de archivo por parte de las
autoridades franquistas como “al hecho de que muchas muertes se correspondieran
con registros falsos o, directamente, no quedara constancia de ellas”. Lo que
no quita para que se sepa casi sin lugar a dudas que “la represión de los
rebeldes fue aproximadamente tres veces superior a la de la zona republicana”.
“Hoy por hoy, la
cifra más fidedigna, aunque provisional, de muertes a manos de los militares
rebeldes y sus partidarios es de 130.199. Sin embargo, es poco
probable que las víctimas ascendieran a menos de 150.000, y bien pudieron ser
más. […] Donde las cifras se conocen con cierta precisión, la diferencia
entre el número de muertes por obra de los republicanos o de los rebeldes es
asombrosa. Por citar algunos ejemplos, en Badajoz hubo 1.437 víctimas de la
izquierda, contra las 8.914 víctimas de los rebeldes; en Sevilla, 447 víctimas
de la izquierda y 12.507 de los rebeldes; en Cádiz, 97 víctimas de la izquierda
y 3.071 de los rebeldes; y en Huelva, 101 víctimas de la izquierda, frente a
6.019 de los rebeldes”.
Insisto, insiste Paul Preston, “la
excepción es Madrid”. los asesinatos que se cometieron en ella a lo largo
de la guerra, mientras estuvo bajo el control republicano, “parecen estar cerca
de triplicar los producidos tras la ocupación de los rebeldes”. Y no se debe
olvidar, ni, claro, desconsiderar, que, aunque fue superada con creces por la
violencia franquista, “la represión en la zona republicana antes de que el
gobierno del Frente Popular le pusiera coto alcanzó también una magnitud
espantosa”.
Lo que Preston pretendió con El
holocausto español. Odio y exterminio en la guerra civil y después fue aclarar que una visión estadística de todo aquello siempre
será incompleta, “difícilmente llegará a concluirse nunca” y, lo que es más
importante, “no consigue plasmar el horror que hay detrás de las cifras”. En el
libro incluyó “muchas historias individuales de hombres, mujeres y niños de los
dos bandos” y presentó “algunos casos concretos pero representativos de
víctimas y criminales de todo un país” con el objetivo de “transmitir el
sufrimiento que la arrogancia y la brutalidad de los oficiales que se alzaron
el 17 de julio de 1936 desataron sobre sus conciudadanos. Así provocaron la
guerra, una guerra innecesaria y cuyas repercusiones se dejan
sentir aún hoy en España”.
Siempre dejando constancia que, como
historiador que es, como historiadores que somos, “todos los allegados de unos
y otros cuentan con nuestro respeto y nuestra comprensión”. Comprensión,
esa es la palabra.
Comprensión, no justificación.
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