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El cuento que salió de una canción de Víctor y Diego

En el emblemáticamente histórico año español de 1975 se publicaba un disco sencillo que incluía dos canciones: El parque en la cara A y Solerías en la B. El productor y arreglista de ambas era alguien ya muy conocido en el ámbito musical internacional, uno de los dos miembros del famosísimo Dúo Dinámico, Ramón Arcusa (cuya trayectoria musical estará ligada como compositor, arreglista y o productor, especialmente a Julio Iglesias, pero también a Bruno Lomas, Nino Bravo, Rosa León, Phil Trim, Manolo Otero, Ángela Carrasco…). Los artistas responsables de ese single son Jesús de Diego Nieto y Víctor Manuel Martín Rubio, otro dúo, menos insigne, menos popular, conocidos como Víctor y Diego. Ellos cantaban aquellas canciones que ellos mismos habían compuesto.


Víctor y Diego grabaron cinco elepés, el primero de ellos en 1974, el último en 2003, diecisiete años después del anterior. El segundo, titulado Arrojados, se publicó en 1975 (meses después del single El parque, canción que nunca fue a parar a uno de sus elepés de estudio, salvo los recopilatorios, claro) y se lo dedicaron, sí, en 1975, a los exiliados a raíz de la Guerra Civil española. Curiosamente, también fueron los responsables de la música que sonaba en las dos películas que dirigió, en 1975 y 1977, respectivamente, el humorista gráfico Forges. Los dos se conocieron cuando estudiaban el Bachillerato en el madrileño Instituto San Isidro, donde años más tarde cursaría mi hermano Richard el entonces llamado BUP y el COU. Víctor Manuel le da a la guitarra y Jesús escribe poemas. En 1973 se dicen: ahora. Componen, el uno la música y el otro se encarga de las letras.

Julián Molero, que de la música en aquellos tiempos sabe un rato, escribió para la web de La Fonoteca que Víctor y Diego “no acabaron de romper en el gran dúo español que prometían en sus inicios; sin embargo, dejaron una serie de canciones muy importantes con unas estimables letras, que podrían encuadrarse en lo que llamamos folk, sin renunciar a un regusto pop en sus arreglos”. Fueron “artistas comprometidos con los tiempos de transición política que les tocó vivir”, y “a contracorriente de estilos, supieron mantenerse fieles a una forma de entender la música”, desde y con sus guitarras acústicas y a través de “su personal forma de cantar”.

Yo tendría ya, o estaría para cumplirlos, unos doce años cuando los escuché cantar El parque (su bonita manera de rozar el estrellato) por primera vez. Los escuché y los vi. En aquella tele en blanco y negro en la que veíamos el mundo cuando el mundo se veía en vivo y en directo y en la televisión. El mundo, qué cosas.

Hace muchos años escribí un cuento inspirado en esa canción, lo titulé como ella, ‘El parque’. Este cuento:

 

Ahí estaban los dos sin mirarse, a metros de distancia, sentados en el mismo banco de un parque que por supuesto no es parque ni es na. Esperando aparecer por algún rincón del viento que alanceaba el lugar un resquicio de lo que había unido alguna vez sus vidas ahora tan remotas.

Él era incapaz ya de discernir qué hacía allí aquella mujer a la que sin duda debería de haber amado en un pasado quizá muy lejano: rascándose tenazmente su mugrienta barba negra sentía de nuevo la necesidad de engullir ese vino rojo extraído con ahínco de un tetrabrik sucio y casi vacío.

Ella, sin atreverse a mirarle, reproducía en su mente una pequeña sala oscurecida llena de amigas y de risas donde se celebraba una fiesta de Nochevieja en la cual sólo hacía que bailar abrazada al chico de sus sueños, sin apenas separarse sino para beber y comentar con Ángela los pormenores de tan nueva relación.

Aquel muchacho alegre y realmente bello era el mismo que ahora estaba sentado en un banco de madera casi podrida y desvencijado, tan desvencijado como ese ser que de repente le hablaba desde una borrachera asumida para preguntarle qué es lo que quería de él.

 

La canción de Víctor y Diego decía así (lo transcribo como si fuera otro cuento, un cuento mejor que el mío):

 

“Hay un parque aquí en mi barrio, que esto no es parque ni es na, con unos bancos cansados de ayudar a descansar, con unos viejos sentados que saben profetizar y que hacen un hueco al vino para poder olvidar.

Hay un parque aquí en mi barrio, que esto no es parque ni es na, con una estatua muy grande, y aún más grande el pedestal, donde un domingo lejano aprendimos a esperar a aquella niña de seda con perfume de mamá.

Hay un parque aquí en mi barrio, que esto no es parque ni es na, con unos árboles viejos que no pudieron guardar su morera ni sus nidos, ni pudieron respirar, qué triste, vida que llevan los árboles de ciudad; aquí no hay pilón, ni fuentes, ni césped que recortar, ni flores, solo unos hombres buscando cada día al despertar un trabajo entre la tinta de la prensa matinal.

Hay un parque aquí en mi barrio, que esto no es parque ni es na, con unos niños de polvo, siempre el dedo en la nariz y con los bolsillos llenos de pipas y regaliz, y otros que hicieron novillos también se juntan aquí a culminar su aventura, con un cigarro de anís.

Son cosas que nos pasaron y nos gusta recordar, que pasaron en un parque… Aunque no es parque ni es na”.


 

En el parque de mi barrio al que daba la ventana de mi habitación (y en la que quise que transcurriera mi propio ‘El parque’) algunos construimos una pequeña patria inmensa sin mártires ni pasados demasiado imaginarios.

 

mis ventanas dan a una plaza donde jugábamos al látigo

en los días en los que el futuro no se atrevía a alborotarnos,

en un tiempo unido ya a este en el que nadie la disfruta,

veo desde ellas a mis amigos gritar y perseguirse y ser niños,

distingo ahora mismo a cada uno de ellos en la algarabía,

soy capaz de reconocerme a mí mismo en una tarde elástica

equipado para ser feliz sin saber que serlo no sería para siempre

 

Lo dejo con esto: otra canción que me encantaba, y me encanta, de Víctor y Diego era aquella que se titulaba Tiempo de amor.


Ya empezó todo a vibrar.

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