Clara Campoamor y el voto de las mujeres españolas
Durante la primera mitad del siglo XX español, la abogada y política española Clara Campoamor fue la principal defensora de la igualdad entre los derechos de los hombres y las mujeres. Campoamor había nacido en Madrid en 1888. Antes del establecimiento de la Segunda República española, aún bajo la dictadura de Primo de Rivera, durante el reinado de Alfonso XIII, a sus 40 años, había participado en la creación de la Federación Internacional de Abogadas (FIDA, International Federation of Women Lawyers).
En 1931, establecida la Segunda
República, Campoamor, ya una destacada abogada, fue una de las tres primeras
mujeres españolas elegidas diputadas: las otras dos mujeres diputadas en aquellas
Cortes Constituyentes fueron Victoria Kent (del Partido Republicano
Radical Socialista) y Margarita Nelken (del partido Socialista Obrero
Español). Pero a diferencia de ellas, pertenecientes a partidos de izquierdas —cosa
que Campoamor no era (militaba en el Partido Radical liderado por
Alejandro Lerroux, una formación republicana pero conservadora)— y opuestas a
la instauración del sufragio femenino, Campoamor fue su ardiente y convincente
defensora ante aquellas Cortes repletas de hombres (si bien Nelken, que fue
elegida diputada en segunda vuelta, en octubre de aquel año 1931, no formaba
todavía parte de las Cortes que debatieron aquello). Ellas habían podido ser
elegidas pero ellas mismas no pudieron votar en las elecciones en que fueron
elegidas, celebradas el 28 de junio. Kent y Nelken (por lo demás, destacadas activistas
no solamente por los derechos de las mujeres sino también, en general, por la
justicia social), al igual que sus respectivos partidos e incluso tal y como
defendían incluso los partidos contrarios a los valores sociales y políticos de
la República, defendieron la incapacidad social y política de las mujeres para
poder votar libremente: Kent, Nelken y muchos diputados de izquierdas mantenían
que la mayoría de las mujeres se encontraban bajo la influencia de la Iglesia
católica y que su discernimiento se inclinaría hacia los partidos
antirrepublicanos. Si Kent expresó en aquel debate que ello no era “cuestión de
capacidad”, sino que era una “cuestión de oportunidad para la República”, no
había llegado el momento de instaurar el sufragio femenino, Campoamor argumentó
que igualar a mujeres y hombres en el derecho al voto resultaba medular a la
hora de construir la justicia y la equitatividad social.
Es indiscutible que uno de los
discursos cruciales en la historia de la ciudadanía española fue el pronunciado
por Clara Campoamor en aquellas Cortes Constituyentes de la Segunda República,
el 1 de octubre de 1931, defendiendo la aprobación del artículo 36 de la
Constitución debatida, dedicado al sufragio femenino (encuadrado en el capítulo
primero, ‘Garantías individuales y políticas’, del Título III, ‘Derechos y
deberes de los españoles’, y que rezaría así: ‘Los ciudadanos de uno y de
otro sexo, mayores de veintitrés años, tendrán los mismos derechos electorales
conforme determinen las leyes’). Ese artículo acabó siendo aprobado con 161
votos a favor, 121 en contra y 188 abstenciones. No obstante, todo ello muy
alejado de algo parecido a un consenso: muy propio de aquella época.
Lo que la destacada sufragista
española dijo aquel día de octubre de 1931 fue esto:
“Señores
diputados: lejos yo de censurar ni de atacar las manifestaciones de mi colega,
señorita Kent, comprendo, por el contrario, la tortura de su espíritu al haberse
visto hoy en trance de negar la capacidad inicial de la mujer. Creo que por su
pensamiento ha debido de pasar, en alguna forma, la amarga frase de Anatole
France cuando nos habla de aquellos socialistas que, forzados por la necesidad,
iban al Parlamento a legislar contra los suyos.
Respecto a la
serie de afirmaciones que se han hecho esta tarde contra el voto de la mujer,
he de decir, con toda la consideración necesaria, que no están apoyadas en la
realidad. Tomemos al azar algunas de ellas. ¿Que cuándo las mujeres se han
levantado para protestar de la guerra de Marruecos? Primero: ¿y por qué no los
hombres? Segundo: ¿quién protestó y se levantó en Zaragoza cuando la guerra de
Cuba más que las mujeres? ¿Quién nutrió la manifestación pro responsabilidades
del Ateneo, con motivo del desastre de Annual, más que las mujeres, que iban en
mayor número que los hombres? ¡Las mujeres!
¿Cómo puede
decirse que cuando las mujeres den señales de vida por la República se les
concederá como premio el derecho a votar? ¿Es que no han luchado las mujeres
por la República? ¿Es que al hablar con elogio de las mujeres obreras y de
las mujeres universitarias no está cantando su capacidad? Además, al hablar de
las mujeres obreras y universitarias, ¿se va a ignorar a todas las que no
pertenecen a una clase ni a la otra? ¿No sufren éstas las consecuencias de la
legislación? ¿No pagan los impuestos para sostener al Estado en la misma forma
que las otras y que los varones? ¿No refluye sobre ellas toda la
consecuencia de la legislación que se elabora aquí para los dos sexos, pero
solamente dirigida y matizada por uno? ¿Cómo puede decirse que la mujer no
ha luchado y que necesita una época, largos años de República, para demostrar
su capacidad? Y ¿por qué no los hombres? ¿Por qué el hombre, al advenimiento de
la República, ha de tener sus derechos y han de ponerse en un lazareto los de
la mujer?
Pero, además,
señores diputados, los que votasteis por la República, y a quienes os votaron
los republicanos, meditad un momento y decid si habéis votado solos, si os
votaron sólo los hombres. ¿Ha estado ausente del voto la mujer? Pues entonces,
si afirmáis que la mujer no influye para nada en la vida política del hombre,
estáis –fijaos bien– afirmando su personalidad, afirmando la resistencia a
acatarlos. ¿Y es en nombre de esa personalidad, que con vuestra repulsa
reconocéis y declaráis, por lo que cerráis las puertas a la mujer en materia
electoral? ¿Es que tenéis derecho a hacer eso? No; tenéis el derecho que os
ha dado la ley, la ley que hicisteis vosotros, pero no tenéis el derecho
natural fundamental, que se basa en el respeto a todo ser humano, y lo que
hacéis es detentar un poder; dejad que la mujer se manifieste y veréis como
ese poder no podéis seguir detentándolo.
No se trata aquí
esta cuestión desde el punto de vista del principio, que harto claro está, y en
vuestras conciencias repercute, que es un problema de ética, de pura ética
reconocer a la mujer, ser humano, todos sus derechos, porque ya desde Fitche,
en 1796, se ha aceptado, en principio también, el postulado de que sólo
aquel que no considere a la mujer un ser humano es capaz de afirmar que todos
los derechos del hombre y del ciudadano no deben ser los mismos para la mujer
que para el hombre. Y en el Parlamento francés, en 1848, Victor Considerant
se levantó para decir que una Constitución que concede el voto al mendigo, al
doméstico y al analfabeto – que en España existe– no puede negárselo a la
mujer. No es desde el punto de vista del principio, es desde el temor que aquí
se ha expuesto, fuera del ámbito del principio –cosa dolorosa para un abogado–,
como se puede venir a discutir el derecho de la mujer a que sea reconocido en
la Constitución el de sufragio. Y desde el punto de vista práctico, utilitario,
¿de qué acusáis a la mujer? ¿Es de ignorancia? Pues yo no puedo, por enojosas
que sean las estadísticas, dejar de referirme a un estudio del señor Luzuriaga
acerca del analfabetismo en España.
Hace él un estudio
cíclico desde 1868 hasta el año 1910, nada más, porque las estadísticas van muy
lentamente y no hay en España otras. ¿Y sabéis lo que dice esa estadística?
Pues dice que, tomando los números globales en el ciclo de 1860 a 1910, se observa
que mientras el número total de analfabetos varones, lejos de disminuir, ha
aumentado en 73.082, el de la mujer analfabeta ha disminuido en 48.098; y
refiriéndose a la proporcionalidad del analfabetismo en la población global, la
disminución en los varones es sólo de 12,7 por cien, en tanto que en las
hembras es del 20,2 por cien. Esto quiere decir simplemente que la disminución
del analfabetismo es más rápida en las mujeres que en los hombres y que de
continuar ese proceso de disminución en los dos sexos, no sólo llegarán a
alcanzar las mujeres el grado de cultura elemental de los hombres, sino que lo
sobrepasarán. Eso en 1910. Y desde 1910 ha seguido la curva ascendente, y la
mujer, hoy día, es menos analfabeta que el varón. No es, pues, desde el punto de
vista de la ignorancia desde el que se puede negar a la mujer la entrada en la
obtención de este derecho.
Otra cosa, además,
al varón que ha de votar. No olvidéis que no sois hijos de varón tan sólo, sino
que se reúne en vosotros el producto de los dos sexos. En ausencia mía y
leyendo el diario de sesiones, pude ver en él que un doctor hablaba aquí de que
no había ecuación posible y, con espíritu heredado de Moebius y Aristóteles,
declaraba la incapacidad de la mujer.
A eso, un solo
argumento: aunque no queráis y si por acaso admitís la incapacidad femenina,
votáis con la mitad de vuestro ser incapaz. Yo y todas las mujeres a quienes
represento queremos votar con nuestra mitad masculina, porque no hay
degeneración de sexos, porque todos somos hijos de hombre y mujer y
recibimos por igual las dos partes de nuestro ser, argumento que han
desarrollado los biólogos. Somos producto de dos seres; no hay incapacidad
posible de vosotros a mí, ni de mí a vosotros.
Desconocer esto es
negar la realidad evidente. Negadlo si queréis; sois libres de ello, pero sólo
en virtud de un derecho que habéis (perdonadme la palabra, que digo sólo por su
claridad y no con espíritu agresivo) detentado, porque os disteis a vosotros
mismos las leyes; pero no porque tengáis un derecho natural para poner al
margen a la mujer.
Yo, señores
diputados, me siento ciudadano antes que mujer, y considero que sería un
profundo error político dejar a la mujer al margen de ese derecho, a la mujer
que espera y confía en vosotros; a la mujer que, como ocurrió con otras fuerzas
nuevas en la revolución francesa, será indiscutiblemente una nueva fuerza que
se incorpora al derecho y no hay sino que empujarla a que siga su camino.
No dejéis a la
mujer que, si es regresiva, piense que su esperanza estuvo en la dictadura; no
dejéis a la mujer que piense, si es avanzada, que su esperanza de igualdad está
en el comunismo. No cometáis, señores diputados, ese error político de
gravísimas consecuencias. Salváis a la República, ayudáis a la República
atrayéndoos y sumándoos esa fuerza que espera ansiosa el momento de su
redención.
Cada uno habla en
virtud de una experiencia y yo os hablo en nombre de la mía propia. Yo soy
diputado por la provincia de Madrid; la he recorrido, no sólo en
cumplimiento de mi deber, sino por cariño, y muchas veces, siempre, he visto
que a los actos públicos acudía una concurrencia femenina muy superior a la
masculina, y he visto en los ojos de esas mujeres la esperanza de redención, he
visto el deseo de ayudar a la República, he visto la pasión y la emoción que
ponen en sus ideales. La mujer española espera hoy de la República la redención
suya y la redención del hijo. No cometáis un error histórico que no tendréis
nunca bastante tiempo para llorar; que no tendréis nunca bastante tiempo
para llorar al dejar al margen de la República a la mujer, que representa una
fuerza nueva, una fuerza joven; que ha sido simpatía y apoyo para los hombres
que estaban en las cárceles; que ha sufrido en muchos casos como vosotros
mismos, y que está anhelante, aplicándose a sí misma la frase de Humboldt de
que la única manera de madurarse para el ejercicio de la libertad y de hacerla
accesible a todos es caminar dentro de ella.
Señores diputados,
he pronunciado mis últimas palabras en este debate. Perdonadme si os molesté,
considero que es mi convicción la que habla; que ante un ideal lo defendería
hasta la muerte; que pondría, como dije ayer, la cabeza y el corazón en el
platillo de la balanza, de igual modo Breno colocó su espada, para que se
inclinara en favor del voto de la mujer, y que además sigo pensando, y no por
vanidad, sino por íntima convicción, que nadie como yo sirve en estos momentos
a la República española”.
El 19 de noviembre de 1933, en
las segundas elecciones a Cortes de la Segunda República, por fin, las
mujeres españolas mayores de 23 años ejercieron por vez primera el derecho al
voto. Como los hombres.
“Las mujeres
contribuyen más de la mitad de la nación y no es posible hacer labor
legislativa seria prescindiendo de más de la mitad de la nación”.
Clara Campoamor: El
voto femenino y yo: mi pecado mortal, 1935 (reeditado por la editorial
Renacimiento en 2018)
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