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Leer a Quignard, odiar la música


El escritor francés Pascal Quignard es autor de una obra inagotable, poblada de títulos de ensayo, novelísticos, de narrativa breve... Desde hace tiempo venía considerando la posibilidad de leer algún libro suyo, aconsejado por diversos amigos más o menos letraheridos. Hasta que caí en la cuenta de que, en 1996, Quignard había publicado La haine de la musique, traducido por vez primera a mi idioma dos años más tarde por Pierre Jacomet con el título de El odio a la música. Diez pequeños tratados, y el interés por conocer su escritura, nuevamente suscitado, dio en ser lo que terminó siendo: mi decisión de afrontar ese arte que dicen que tiene sobrado el autor francés.

Estuve leyendo El odio a la música a lo largo de meses. Compartiendo su lectura, rugosa, difícil, hecha a tarascadas, con la de algunas docenas de libros que me sedujeron mucho más. Acabada, puedo destacar una palabra por encima de cualquier otra a la hora de referirme a esa obra (donde dice interrogar “los lazos que mantiene la música con el sufrir sonoro”): la palabra perplejidad.

Vayamos con uno de esos textos de Quignard para abrir boca:

 

“Terror y música. Mousiké y pavor. Estas palabras me parecen indefectiblemente ligadas -por más alógenas y anacrónicas que sean entre sí-. Como el sexo y el lienzo que lo cubre”.

 

Atención a esta explicación, a esta suposición de Quignard:

 

“Es posible que escuchar música consista menos en desviar la mente del sufrimiento sonoro que en esforzarse por refundar la alerta animal. La característica de la armonía es resucitar la curiosidad sonora, extinta desde que el lenguaje articulado y semántico se propaga en nosotros”.

 

Seríamos, así, los humanos unos curiosos que pretendemos regresar al tiempo en el que la alerta animal presidía nuestros días. Sigo. Bueno, sigue él, sigue Quignard (para quien “nos imitamos a nosotros mismos imitando”):

 

“En el seno de la naturaleza los lenguajes humanos son los únicos sonidos pretenciosos. (En la naturaleza son los únicos sonidos que pretenden dar sentido a este mundo. Son los únicos sonidos que tienen la arrogancia de intentar devolver un sentido a quienes los producen. Martilleo de los pies que hace sonar la tierra: expavescentia, expavantatio; sonido de hombres pisoteando la tierra sin pausa, huyendo, aterrorizados, de la proximidad al lugar. La proximidad al lugar, antes del neolítico, fue el abismo.)

 

No es fácil, no. Nadie lo había dicho. Que lo fuera a ser.

 

“La cuerda del arco es el primer canto: aquel canto del que Hornero dice que es "semejante por la voz a golondrina". Las cuerdas de los instrumentos de cuerda son cuerdas-de-lira-de-muerte. La lira o la cítara son antiguos arcos que lanzan cantos hacia el dios (flechas a la fiera). La metáfora que emplea Hornero en la Odisea es más incomprensible que la que presenta en la Ilíada, pero quizá sea indicativa: hace derivar el arco de la lira. Apolo sigue siendo el héroe arquero. No es seguro que el arco se haya inventado antes que la música de cuerdas”.

 


Más ideaciones de Quignard:

 

“Los hombres reiteran el tabique de un vientre de mujer en la piel de un tambor, que es la piel raspada del animal que también se llama con el sonido de su cuerno”.

 

Quede dicho. Sigo.

El libro es un vendaval de no sabe uno bien qué, con la música como protagonista esquivo. La música, de quien dice el autor en un momento dado (dice de ella tantas cosas) que “es como la sonrisa pánica”. Toma ya.

Vamos con el ritmo. Escribe Quignard que el primero, el primer ritmo, “fue el latido del corazón”. Que el segundo “fue la pulmonación y su grito”, y el tercero “la cadencia del paso en el caminar erguido”. Que “el cuarto ritmo fue el retorno invasor de las olas del mar rompiendo en la orilla”, que el quinto “selecciona la piel de la carne ingerida, la estira, la fija y atrae el regreso de la bestia amada, muerta, devorada, deseada”. Que el sexto “fue el de la mano de almirez en el mortero de cereales” Etcétera.

 

“La melodía surgente de manera inopinada informa de inmediato acerca del estado en que estamos, acerca del humor que urdirá el día, acerca de la presa que perseguimos. Es lo que en clase de solfeo se enseñaba a los niños con el nombre de armadura. La melodía dice la tonalidad del espacio del cuerpo. Distribuye el número de sostenidos y bemoles que habrá que recordar al cantar la pieza del día, hasta el avance de la noche que envolverá el cuerpo y el rostro pero de ningún modo ensordecerá al mundo”.

 

“Como el orín en el hierro”, con esa presteza, explica el autor, se incrustan en nosotros algunas melodías.

En su recorrido histórico, a salto de mata, por lo que la música es, Quignard (según quien “los muertos nos traicionan al abandonarnos, y traicionamos sin pausa a los muertos al vivir”) nos habla, por ejemplo, de Ulises, quien no consideraría bello el canto de las sirenas, él que es el único humano “que haya oído el canto de muerte sin morir”, para él el canto de las sirenas “llena el corazón del deseo de escuchar”.

Qué curioso le parece al francés que la música proteja de los sonidos. Vayamos con el sonido (no olvidemos que “las orejas no tienen párpados·:

 

“Inmaterial, franquea todas las barreras. El sonido ignora la piel, no sabe lo que es un límite: no es interno ni externo. Ilimitante, no es localizable. No puede ser tocado: es lo inasible. La audición no es como la visión. Lo contemplado puede ser abolido por los párpados, puede ser detenido por el tabique o la tapicería, puede ser vuelto inaccesible incontinenti por la muralla. Lo que es oído no conoce párpados ni tabiques ni tapicerías ni murallas. Indelimitable, nadie puede protegerse de él. No hay un punto de vista sonoro. No hay terraza, ventana, torreón, ciudadela, mirador panorámico para el sonido. No hay sujeto ni objeto de la audición. El sonido se precipita. Es el violador. El oído es la percepción más arcaica en el decurso de la historia personal -está incluso antes que el olor, mucho antes que la visión- y se alía con la noche”.

 

Oír es lo primero que hacemos. Escuchar es otra cosa. En palabras de Quignard (según el cual “solo somos un conflicto de relatos respaldado por un nombre”), “oír es ser tocado a distancia. El ritmo está ligado a la vibración. Por eso la música vuelve involuntariamente íntimos unos cuerpos yuxtapuestos”. La música intima a las personas. Oímos antes de nacer, no dejamos de hacerlo. (Ignora el autor a las personas sordas.). El sonido es “el territorio que no se contempla”, aquel que carece de paisaje. Por su parte, la música es arrebato, arrebata de manera inmediata tanto al “que la ejecuta como al que la padece”. Al que la padece. Ojo, los tiros del libro van por ahí. Sobre padecer la música. Nada de disfrutarla. Quien escucha música no es un interlocutor, “es una presa que se entrega a la trampa”. No existe nadie que sea capaz de diferenciar con claridad lo que hay de subjetivo y lo que hay de objetivo en lo que la música expresa, nadie que sepa distinguir “lo que pertenece a la audición y lo que pertenece a la producción del sonido”. Es decir, existen dos ámbitos en el hecho musical indiferenciables: uno el de lo que se oye y otro el de lo que suena. La música es indelimitable e invisible.

 

La música es el salario que el hombre adeuda al tiempo. Más precisamente: al intervalo muerto que hace los ritmos. Las salas de concierto son grutas inveteradas cuyo dios es el tiempo”.

 

Atento. La música, el lenguaje, la noche y le silencio son las flechas que el ser dispara a la muerte. Eso leemos en El odio a la música. ¿Es o no un análisis rigurosamente peliagudo?

Llegamos al siglo XX. Al Holocausto perpetrado por los nazis.

 

“Entre todas las artes, sólo la música colaboró en el exterminio de judíos organizado por los alemanes entre mil novecientos treinta y tres y mil novecientos cuarenta y cinco. Es el único arte requisado como tal por la administración de los Konzentrationlager. Es preciso subrayar, en su perjuicio, que fue el único arte capaz de avenirse con la organización de los campos, del hambre, de la indigencia, del dolor, de la humillación y de la muerte”.

 

Según Quignard, “los cuerpos desnudos ingresaban en las cámaras de gas inmersos en música”.

Y traídos hasta la actualidad, tras haber entrado a mediados del siglo XX “en la era de las secuencias melódicas exasperantes”...

 

“En todo el ámbito terrestre y por vez primera desde la invención de los instrumentos, el uso de la música es coercitivo y repugnante. Amplificada súbita e infinitamente por el invento de la electricidad y la multiplicación de su tecnología, se ha vuelto incesante, agrediendo de noche y de día en las calles comerciales de las ciudades, en las galerías, en los pasajes, en los grandes almacenes, en las librerías, en los edificios de los bancos extranjeros donde se retira dinero, hasta en las piscinas, hasta en la orilla de las playas, en los departamentos privados , en los restaurantes, en los taxis, en el metro, en los aeropuertos. Hasta en los aviones, cuando despegan y aterrizan”.

 

Sí, has leído bien. Qué terrible todo. Quignard llega al meollo del libro, escenificado en su título destroyer:

 

“La expresión Odio a la Música quiere expresar hasta qué punto la música puede volverse abominable para quien más la amó”.

 


Si él lo dice...

A continuación, una serie de sentencias de Quignard contra la música:

Una. “Prefiero el silencio a la música”.

Dos. “La música paraliza el alma”.

Asegura en su libro que “por primera vez desde el comienzo del tiempo histórico, es decir, narrativo, algunos hombres huyen de la música”. Los hombres como Quignard. No conozco a ninguno. Tampoco sabía de ello. Ahora sí, ¿no? Él mismo dice de sí mismo: “escapo de la música inescapable”.

Prometo que no me estaba burlando de Quignard, ¿quién soy yo para tal cosa ante tal genio (según tantos dicen)?, cuando hace algún tiempo escribí aquello de Porque sin la música no hay nada, sólo el silencio de las guerras. No podía, ni siquiera había tenido todavía la valentía de leer ese ensayo suyo tan desesperante dedicado a la música. Un ensayo donde leer...

 

“El estado en que el oído está más alerta. La humanidad no está para nada en el origen del despliegue de lo sonoro y de lo taciturno, como tampoco en el origen de lo luminoso y de lo umbrío. El estado en que el oído está más alerta es el umbral de la noche. Es la hora que prefiero. Es la hora -entre todas las horas en que me gusta estar solo- que prefiero para estar solo. Es la hora en que quisiera morir”.

 

Claro que, como él mismo escribe más adelante, “la muerte no termina, interrumpe”.

Te he ahorrado las docenas de reflexiones ininteligibles volcadas en este libro con categoría de sublimes indagaciones. De nada.

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