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Este otro cuento de Navidad


Estalechenostábuena.

Y mañana es Navidad, contestan a coro.

Ignoran qué hora será. No necesitan saberlo. Ignoran tantas cosas.

Viven, ellas creen que viven, en un ámbito inhóspito, fueradentro de un tirángulodeamorbizarro.

Algo saben de estas fiestas que están por algún lado, las luces, esas luces de final del mundo, algunos olores, los ruidos, los demasiados ruidos…

Está anocheciendo ya en esa zona de la ciudad antigua donde respiran y comen y se dan a lanzar flatulencias como espadas, como miradas, y defecan.

Y también se sienten amadas. Aquí, en este inframundo sobre el que sobrevuelan los afanes y el azar de quienes trasiegan en la capital, se sienten amadas.

Buscan algo para comer, para cenar; pero, para ellas, comer. Ellas no cenan, no desayunan, no meriendan. No almuerzan. Únicamente comen. Van a acabar teniendo que subir aquí arriba. Allí arriba.

Comen poco. Ahora vamos a saber lo que es bueno. Ninguna de las tres peina canas. Algunas veces se han besado. Una vez se pelearon. Casi mueren. Se parecen a Lola Flores. Las tres. Sobre todo la mayor, aunque hay quien dice que a quien se parece es a Florinda Chico. Las otras no, las otras dos son solamente como Lola Flores.

Suena ahora que salen a la superficie Pongamos que hablo de Madrid. La de Sabina, no la del hijo de La Lola. La mayor se enfada, cosas de la edad. La menor de las tres piensa si todo eso seguirá estando ahí cuando ella haya desparecido de este mundo de tinieblas y luces que se encienden y se apagan. La mediana, Rosa del Cairo, las dice de repente que se detengan.

Un mendigo las mira desde su ser un humano tumbado sobre la acera de la Gran Vía, desde su estatura arrumbada por la desidia enredada en el trauma, la desilusión y la derrota sin tan siquiera haber jugado. Lola Florinda Chico Flores se hace la importante, al fin ya al cabo es la que manda cuando hay que mandar algo entre ellas, que es casi nunca, pero sí ahora y las ordena a las otras dos que vomiten.

Las Navidades del año pasado no se les olvidarán nunca a ninguna de las tres. Hasta que la memoria desparezca dentro de ellas como si casi todo cuanto imaginaran, vivieran o creyeran haber vivido no hubiera tenido lugar jamás. Por eso esta vez están dispuestas a todo. Incluso a aprender más cosas de ese mundo galáctico por el que ahora caminan buscando comida y alguna canción que puedan luego cantar allí abajo, en su cuchitril espléndido.

No saben exactamente qué es un villancico, pero en alguna ocasión cantaron alguno. Lo que ahora se las escucha es su versión adolescenteadultamadura de Te lo juro yo, que a saber cómo han podido acabar memorizando. Y ahí están, en este aturdidor centro de la capital de España, repleto y lleno de confusión purosigloveintiuno, clamando que por ti contaría la arena del mar y sería capaz de matar. Priscila Desierto, la más pequeña, es la que mejor canta, lo dice todo el mundo. Todo el mundo son ellas tres.

En ese mundo suyo no hay gitanos, presidentes de gobierno, minoristas ni mujeres maltratadas. Tampoco celos ni ambiciones. Cualquier guerra habrá ocurrido fuera de sus escenas de apropiada lucha convencional por la vida. En ese mundo suyo ahora la ciudad empieza a recogerse sobre sí misma y los miles de seres humanos de aquellas avenidas y aquellas calles y aquellas bocacalles y aquellas plazas empiezan a reducirse a solamente algunos cientos de personas que están dudando si seguir siendo fiesta o pasar a ser familia y ausencias. Ya.

Ahora se ponen a bailar porque saben que están llegando a ese sitio raro donde encuentran comida, bebida y un poquito de perplejidad divertida. Ellas, que no saben si son hermanas o si la mayor es la abuela de la pequeña y la madre de la mediana o si no son más que compañeras de viaje desde el olvido hasta la memoria dañada de un dios chiflado que estaría escribiendo esto como si iluminar la oscuridad de los fantasmas fuera la propiedad principal de esos dioses pequeños o inmensos que dejan que la literatura les saquen a los hombres y a las mujeres (y a quienes no sepan o no quieran ser ni lo uno ni lo otro, y en realidad no lo sean) de esos lugares donde se ocultan de la realidad para verla (y escucharla) mejor.

Ellas, que volverán a descender a ese canal de ciabogas donde el tiempo es el eslabón perdido del espacio en el que hace pocos miles de millones de años un extraño fenómeno puso en marcha el sólido recorrido gaseoso de cuanto existe, mientras la nada espera y espera y espera su momento guiñándole un ojo a los pocos humanos capaces de comprender todos los porqués: Rosa del Cairo, Priscila Desierto y Dueña Juana, a la que aquí se llamó Lola Florinda Chico Flores. Ellas, a las que dejamos bailando todas las canciones del mundo sobre el subsuelo que acoge su felicidad insomne, mientras los demás creen que en su comportamiento sólo puede verse la desdicha y la perfecta escenificación de la entrega y el abandono. Ellas: Dueña, Rosa y Priscila. Pongamos que hablo de Madrid.

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