No había oído hablar en mi vida de Julián Ayesta, pero Marga Barrio, mi mujer, me recomendó un libro suyo que acababa de leer y, como siempre, la hice caso. También en esto de los libros. No en vano, es mi principal prescriptora. O casi.
Pues bien… Julián
Ayesta resulta que fue un diplomático español que escribía teatro y también
poesía y cuentos. Y una novela, Helena o el mar del verano, que
es sobre la que Marga me había avisado. “Tienes que leerla”, me dijo. Y a ello
me puse.
Helena o el mar del
verano, que fue publicada por vez primera
en 1952, cuando su autor debería de tener unos 33 años, y ha sido reditada
desde entonces varias veces, es una novelita, en el sentido pleno de la
palabra, pues a lo brevísimo añade que, aunque descubro que tiene un reconocimiento
como de obra cumbre de la mitad del siglo literario español, lo que yo voy
leyendo en ella es eso, pocas páginas, que afortunadamente me van pareciendo
pocas, en las que hay más intención de meritar que resultados narrativos
notables, de esos que tienen empaque y acierto y promueven al regocijo lector.
Pero… Se me dirá siemprehayunpero.
Cuando voy llegando a su final, descubro lo que es esta novelita: una hermosa
historia de amor, de enamoramiento adolescente, un poema enorme al que en su
brevedad le echo en falta más lo que le sobra que lo que no tiene, y acabo de
leerla con una sensación última de belleza literaria depositada sobre mi
pequeña ansia lectora. Y digo entonces que he de recomendarla, porque es cierto
que hay en Helena o el mar del verano intención de meritar, qué duda
cabe, para eso se escribe, para eso escribimos, pero también acaba, en su
conjunto, por dar unos resultados narrativos notables, de esos que tienen
empaque y acierto y promueven al regocijo lector (si se tiene paciencia).
“Y luego la lucha cuerpo a cuerpo, con el pelo de Helena haciéndome
cosquillas en la cara y después sujetarla y hacerla pedirme cuartel con la
mirada y no dárselo y oírla decir, rabiosísima: «Bruto, salvaje, bestia,
idiota», y luego echarse a llorar de una manera distinta, muy triste, que
llenaba de una cosa que no era pena, pero que no era alegría tampoco, una cosa
rara que daba ganas de llorar muy suavemente, en algún lugar apartado, donde
nadie me oyera y llorar, llorar toda la vida, muy contento de estar llorando
siempre”.
La crítica literaria
Maria José Obiol dijo, ya en este siglo XXI, de la novelita de Ayesta que es “uno
de los diez libros más importantes de la narrativa española del siglo XX”.
También es relativamente reciente el otro elogio ¿desmesurado? que recibió Helena…
del siempre ácido escritor y periodista Gregorio Morán, para quien “es uno
de los libros más hermosos de la literatura española de posguerra”.
Me atrevo a reconstruir
(en realidad, resumo sin añadir ni tocar una sola palabra uno de sus capítulos
más bellos) un pasaje delicioso de la novela con la intención de que comprendas
de qué se habla cuando se habla de su excepcionalidad:
“Era por la mañana. Íbamos en carro y el carro olía a hierba seca y a
manzanas maduras.
La burra se llamaba Manolina y era gris.
Gris.
Unos prados están llenos de rocío y otros ya llenos de sol y de amapolas.
Olía a fresas de mayo y al sol azul.
Las calles de Gijón están en una sombra lila muy limpia y fresca y no hay
casi nadie, porque son las calles de por la mañana llenas de olor a las algas
de mar.
El muelle estaba lleno de gaviotas. Los palos y las cuerdas de los barcos
rebrillaban al sol de oro blancas, rojas, verdes. Hacía una brisa fresca y
alegre. El cielo está azul, azul. Los cargadores dan gritos junto a las grúas.
Un barco pintado de encarnado sale tocando la sirena.
Empezaba a hacer calor y pasaban zumbando avispas y moscas brillantes. Al
fondo, entre los árboles, se veían prados verdes, aldeanos trabajando entre los
maizales, carros azul pálido, bueyes y un trozo de mar. Venía un olor a hierba
húmeda calentada por el sol del mediodía, y yo, muerto de felicidad, con Helena
a mi lado, entrecerraba los ojos y me hundía en el fondo de mis pensamientos.
Pensaba en el verano que me esperaba junto a Helena, bajo aquel cielo, entre
los prados verdes, los ríos y los árboles, sabiendo que ella me quería, y casi
se me llenaban los ojos de lágrimas”.
Entiendes de qué te hablo, ¿verdad? Como cuando Ayesta escribe eso de “Helena iba a mi lado con el pelo desnudo de dulcísima alerta”.
El pelo desnudo de
dulcísima alerta. ¿Cómo se puede escribir así? La gran magia indescriptible de
la literatura en las palabras de una novela de mediados del siglo XX escrita
cuando en España reinaba Franco con su dictadura de hierro gris feote.
“Toda la mañana se alegra en las hojas que tiemblan sin cesar, apagándose
y encendiéndose mil veces por segundo. En los campos de abajo los aldeanos
gritan a los bueyes que mugen casi en rebeldía”.
Claro que lo mejor está por llegar. Está en el final, ese final maravilloso de Helena o el mar del verano. Ese andar muy juntos del narrador y Helena, despacio, “muertos de plenitud, de gozo, de felicidad desconocida e insufrible, muertos de amor, locos de amor”, con el corazón llenando el pecho de él, que nos lo cuenta, hinchándole “todo el cuerpo de sangre caliente”, llenado el mundo “de alegría rabiosa”. Los dos “solos entre el silencio del mundo” y del tiempo…
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