Fútbol, zapatistas y el niño Olivio (y El Vasco Aguirre y Galeano)
Julio, día 8. Julio de 1996, México. Desde las montañas del sureste del país, el Subcomandante Insurgente Marcos (así la firma: Insurgente) escribe y envía una carta “en la alargada y dolorosa América Latina” a la atención de Eduardo Galeano, que está en la capital uruguaya, Montevideo, asimismo “en la alargada y dolorosa América Latina”. El documento está encabezado por la organización a la que pertenece y lidera el Subcomandante Marcos, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional.
La misiva comienza así: “Hermano Galeano”.
“Para mí todos los
uruguayos son músicos, poetas, actores, conductores, defensores de los derechos
humanos y futbolistas simultáneamente. […] Estoy seguro de que no son pocos los
uruguayos que han abierto cabeza y corazón a la palabra de los indígenas
zapatistas. En todo caso, es claro que hay suficientes para que nosotros, desde
acá, sintamos el caminar de ustedes hasta nosotros”.
Marcos se deja de monsergas (así,
casi literalmente, lo dice: “lo que no quiero es limitarme a un saludo
fraternal y revolucionario y los etcéteras que tanto alargan distancias y
desinterés”) para decir a sus lectores (la carta es a la atención de Galeano,
pero a quien va dirigida es a “La reunión Uruguay por Chiapas”) que “si
puedo hablarles un poco de...”
Y aquí llega lo bueno. Lo del niño
Olivio y el fútbol. Lo del fútbol.
“El Olivio es un
niño tojolabal. Tiene menos de 5 años y todavía está dentro del límite mortal
que aniquila a miles de infantes indígenas en estas tierras. Las probabilidades
de que el Olivio muera por enfermedades curables antes de los 5 años es la más
alta de este país que se llama México. Pero el Olivio está vivo todavía. El
Olivio se presume de ser amigo del ‘Zup’ y de jugar fútbol con el Mayor Moisés.
Bueno, eso de jugar fútbol es arrogante. En realidad, el Mayor se limita a
patear el balón lo suficientemente lejos como para librarse de un Olivio que
considera, como cualquier niño lo haría, que el trabajo más importante de los
oficiales zapatistas es jugar con los niños. Yo observo de lejos. El Olivio
patea el balón con una decisión que da escalofríos, sobre todo si te imaginas
que esa patada podría tener tu tobillo como destino. Pero no, el destino de la
patada del Olivio es un pequeño balón de plástico. Bueno, esto también es un
decir. En realidad la mitad de la patada y de la fuerza se queda en el lodo de
la realidad chiapaneca y sólo una parte proyecta el balón por un rumbo errático
y cercano. El Mayor da un patadón y la pelota pasa a mi lado y se va muy lejos.
El Olivio corre decididamente detrás del esférico (léase esto, y lo que sigue,
con voz de comentarista de fútbol por televisión o radio). Esquiva ágilmente un
tronco tirado y una raíz ya no tan oculta, gambetea y dribla dos chuchitos (perritos
para los chiapanecos) que de por sí ya huían aterrados ante el avance
implacable, decidido y relampagueante del Olivio. La defensa ha quedado atrás
(bueno, en realidad la ‘Yeniperr’ y el Jorge están sentados y jugando con el
lodo, pero lo que quiero decir es que no hay enemigo al frente) y el arco
contrario está inerme ante un Olivio que aprieta los pocos dientes que tiene y
enfila al balón como locomotora desvielada. El respetable, en el graderío,
cuelga en la tarde un silencio expectante (Bueno, la verdad es que sólo yo
estoy atento al desenlace, el Mayor ya se fue, y es difícil hablar de silencio
con tanto grillo entonando la tardecita que se hace mate en el Uruguay y pozol
azucarado en las montañas del Sureste Mexicano). El Olivio llega, ¡por fin!,
frente al balón y, cuando toda la galaxia espera un patadón que rompa las redes
(bueno, la verdad es que, detrás del supuesto marco enemigo, sólo hay un
acahual con ramas, espinas y bejucos, pero sirven como redes), y ya empieza a
subir, de los riñones a la garganta, el grito de ¡gooool!, cuando
todo está listo para que el mundo demuestre que se merece a sí mismo, justo
entonces es cuando el Olivio decide que ya estuvo bueno de correr detrás de la
pelota y que ese pajarraco negro que revolotea no lo puede hacer impunemente y,
súbito, el Olivio cambia de dirección y de profesión y va por su tiradora para
matar, dice, al pájaro negro y llevar algo a la cocina y a la panza. Fue algo,
¿cómo decirte?... algo anticlimático (‘muy zapatista’, diría mi hermano), muy
tan incompleto, muy tan inacabado, como si un beso se hubiera quedado colgado
en los labios y nadie nos hiciera el favor de recogerlo”.
Sensacional, ¿verdad? Vaya con
Marcos. Menudo literato. Y el fútbol…
El Subcomandante, prosigue el relato
—que se tiene por “un aficionado discreto, serio y analítico, de ésos que
revisan los porcentajes y los historiales de equipos y jugadores y pueden
explicar perfectamente la lógica de un empate, un triunfo o una derrota, sin
importar cuál se dé; en fin, un aficionado de ésos que después se explican a sí
mismos que no hay que ponerse triste por la derrota del preferido, que era de
esperar, que en la que sigue habrá un repunte, que otros etcéteras que engañen
al corazón con la inútil tarea de la cabeza”—, dice perder los estribos cuando
Olivio cambió la pelota por el ave, y que, “como hincha que ve traicionados los
valores supremos del género humano (es decir, los que con el fútbol tienen que
ver)” acudió “furioso, a reclamarle al Olivio su falta de pundonor, de
profesionalismo, de espíritu deportivo, de ignorante de la ley sagrada que
manda que el futbolista se debe a la afición por entero”.
“El Olivio me ve
venir y se sonríe. Yo me detengo, me paro en seco, me quedo helado,
petrificado, inmóvil. Pero no te creas, Eduardo, que es por ternura que me
detengo. No es la tierna sonrisa del Olivio lo que paraliza. Es la tiradora que
tiene en las manos...”
Lo que quiere transmitirle el líder zapatista al escritor uruguayo (tan futbolísticamente reconocible) es “un símil de la tierna furia que nos hace hoy soldados para que, mañana, los uniformes militares sólo sirvan para los bailes de disfraces y para que, si uno debe ponerse uniforme, sea el que se usa para jugar, por ejemplo, fútbol”.
El Subcomandante comienza a despedir
su escrito esperando “que, pronto, los podamos saludar acá, en el Encuentro
Intercontinental por la Humanidad y contra el Neoliberalismo”. Y lo remata con
esto:
“Vale. Salud y un
balón que, como los sueños, llegue bien alto”.
Hay una postdata, sí: “no olviden
decirme en qué lugar de la tabla de posiciones va el Peñarol, equipo cuya fama
llegó al México de mi infancia como debieran llegar todas las noticias, es
decir, con un balón de fútbol”.
El fútbol como deseable ámbito de la
paz solidaria entre las culturas y sus sociedades. ¡Enorme, Marcos!
El que fuera profesor universitario
mexicano Rafael Sebastián Guillén Vicente, mundialmente conocido desde los
primeros días de 1994 como Subcomandante Marcos, se cambió el nombre veinte
años más tarde, en agosto de 2014, y pasó a ser llamado Subcomandante Galeano.
¿Cómo te quedas?
Pero no, no se puso Galeano
por su amigo el uruguayo Eduardo, no. Se autonombró Galeano en homenaje al
maestro (votán para las gentes de aquellas tierras) José Luis Solís López, base
de apoyo zapatista apodado Galeano, que había sido asesinado, junto con otros
sesenta indígenas, el día 2 de mayo de aquel año 2014 por contrainsurgentes y
paramilitares. Aunque el Subcomandante admite que, desconociendo por qué le
llamaban Galeano a Solís López, pudieran nombrarle así quizás por el aprecio de
éste hacia el escritor uruguayo a quien aquél envió varias cartas (como la que
es el objeto esencial de este texto mío), en realidad parece ser que el maestro
adoptó ese nombre del criollo hacendado e insurgente mexicano de primera hora
(de cuando la independencia respecto del poder colonial español, allá por 1810)
Hermenegildo Galeana de Vargas, masculinizando el apellido Galeana, todo ello
antes de la insurgencia zapatista de 1994.
El escritor uruguayo experto en
fútbol, y en causas humanas derrotadas una y otra vez, Eduardo Galeano falleció
un año más tarde, en 2015, en su Montevideo natal. No sé nada del niño Olivio,
probablemente muriera de alguna de esas “enfermedades curables” que aniquilan “a
miles de infantes indígenas” en aquellas tierras.
Para despedir este texto sobre el
zapatismo y el fútbol comienzo con una pregunta. ¿A quién se le podría haber
ocurrido la genialidad esta de en realidad no perdimos, es sólo que nos
faltó tiempo para ganar? Pues nada más y nada menos que al todavía
Subcomandante Marcos. Lo dijo en 1999.
El 15 de marzo de ese año 1999, el
mexicano exjugador y ya entrenador (en ese momento del Pachuca) Javier Aguirre,
conocido habitualmente como El Vasco Aguirre (es hijo de vasco y vasca), se
encargó de organizar un encuentro (que él mismo jugó) entre un combinado
seleccionado por él de futbolistas profesionales y un equipo compuesto por
miembros del Ejército Zapatista de Liberación Nacional que se disputó en el
estadio Jesús Martínez Palillo de la Ciudad Deportiva Magdalena Mixhuca, en la Ciudad
de México, aprovechando la llegada a la capital mexicana de una delegación
zapatista venida desde Chiapas para promover la llamada Consulta Nacional sobre
Derechos y Cultura Indígena prevista en los Acuerdos de San Andrés (sobre
Derechos y Cultura Indígena) pactados entre los insurgentes y el gobierno
mexicano tres años antes. A los futbolistas insurgentes, que no se quitaron
(tampoco) sus pasamontañas típicos en todo el partido, hubo que conseguirles
botas de fútbol que sustituyeran a sus botas militares. Y lograron una
meritoria derrota solamente por dos goles de diferencia: tres de ellos por
cinco de los muchachos profesionales de Aguirre.
El Subcomandante dijo entonces
aquello de “en realidad, no perdimos, es sólo que nos faltó tiempo para ganar”.
Tiempo para ganar es lo que les falta a los zapatistas en su combate por un
Mundo Nuevo.
[Lo de Banksy lo dejo para otra ocasión.
Si eso.]
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