Olores de infancia; por Guillermo Jiménez

Los olores de la infancia nos traen buenos recuerdos. Es fácil relacionar olores, infancia y felicidad. Al fin y al cabo, lo repito mucho, somos lo que la infancia hizo de nosotros.

El primero que me vino a la cabeza es el olor del alquitrán, sería que por aquellos años setenta del siglo pasado empezaron a asfaltar mi calle emeritense, la del Duque de Salas.


Enseguida recuperé los típicos, el olor a tierra mojada que presagiaba lluvia, el de la hierba de la orilla del Guadiana después de llover y el de la tinta de los libros del cole, recién comprados en la Imprenta Elena de la calle Muza, además del olor seco y pesado del plástico con el que los forrábamos. De aquí vienen también el olor a lápiz, a la goma de nata mordisqueada y hasta a los efluvios físicos que colocaban del pegamento Imedio.

Enfrente de la Imprenta Elena estaba la panadería Luna. El pan recién hecho olía a sano, a limpio. Todo lo que salía de la panadería tenía que estar buenísimo. Y lo estaba.

Más arriba estaba el comercio de la Ana Mari. El primer aroma que llegaba al entrar era desconocido, luego supe que era el del vino peleón que despachaban. A ancá la Ana Mari iba a intercambiar novelitas de Marcial Lafuente Estefanía, Zane Grey, Silver Kane, las del Coyote y otras de vaqueros o, para mi hermana, las de Corín Tellado o Carlos de Santander. Todavía recuerdo el olor como a usado de esos libritos.

De ese comercio y otros -el quiosco de la China cuando estaba debajo de los soportales de la tienda de La China en la Plaza de España- me llega el olor a fresa ácida de los chicles cheiw junior (¿Qué quieres cheiw? cheiw no, chinco) se mezclan los olores con los sabores.

Pero son tantos los aromas y fragancias que no sabría por dónde empezar. Muchos de ellos los encontré en casa: el alcanfor en los armarios de las habitaciones. El tufo del brasero de picón. El hinojo, el clavo, el tomillo y el laurel de la alacena de la cocina. El del café molido, inolvidable y placentero. El de las macetas recién regadas por mi madre. El de la comida de los canarios. El de las botas gorila. A churros y aceite cuando iba con mi padre a la churrería del mercado de Luis Chamizo. El pan tostado, el del tocino blanco o la cachuela con que lo untábamos. A mandarina. El de la lejía -Los Tres Siete- de las manos de mi madre. El jabón Lagarto. El suelo recién fregado. Los polvos talcos. El de las botas Katiuskas y de los calcetines remojados que se quedaban dentro. A eucalipto. El de las hojas de mora que cogíamos en la carretera de la presa de Montijo. El de la caja de los gusanos de seda. El linimento Sloan…

A la pólvora de los petardos. El de las bombas fétidas de la Casa de las Bromas. El asqueroso olor a puro de la única vez que me llevaron a los toros a ver al Bombero torero. El de los peces muertos del Guadiana en la Pesquera. El de basura y vinagre de la Estarquera. El de incienso en Semana Santa. El de la discoteca Maykel’s, que era fortísimo. El de la consulta del médico en el ambulatorio. A humedad cuando iba a comprar patatas a Maximino Caballero en Marquesa de Pinares. A corcho quemado y polvo de la Corchera cuando iba a ver a mi padre al trabajo. El cieno de la Charca. La tortilla de patatas y el picadillo de la Chon. El del pestorejo del bar Sol. Olores que llevan a sabores.

El de pachuli (o pachulí) que se echaban por litros los más macarras del Barrio. Olor a barro de los alfareros de enfrente de mi casa. A zapatos y cola de los zapateros de mi calle. El asqueroso de la abubilla muerta en mitad de la carretera aquella vez que paró mi padre cuando íbamos la familia al completo a Esparragalejo, viajes que me recuerdan al olor de la noche al regresar escuchando por la radio Carrusel Deportivo.

Olores que nos traen emociones y recuerdos inolvidables.


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