Capitanes intrépidos y mi abuelo Perín, por José Antonio Pérez Pérez


Cada vez que vuelvo a ver Capitanes intrépidos me siento en el viejo bote de mi abuelo y hago lo mismo que hacía el pequeño Harvey: fijarme atentamente y aprender de Manuel. Voy tomando nota de todo lo que me enseña y le pregunto si escribe esas canciones que entona cuando hace en cubierta el turno de noche y cuida de los hombres. Me dice que no, que no las escribe, que solo le vienen a los labios. Yo le digo que una canción no vale nada si se inventa y él me responde que esas son las mejores, que cuando te encuentras bien por dentro la música sale lo mismo que un huracán. Dice que a veces una canción es tan hermosa y dulce que no consigue salir afuera, que entonces mira al cielo y llora de tanta dicha, que su padre cantaba canciones mejores que las suyas dedicadas al mar, al sol y a las estrellas, canciones a las nubes y a las tormentas, y canciones chiquitas a la punta de la nariz de su madre. Entonces se emociona y le tiembla la voz. Recuerda que aquel hombre rudo fue el mejor pescador de las Islas Madeira y yo, que sigo siendo todavía tan arrogante como cuando me caí por la popa de aquel crucero, le digo que eso no es gran cosa, que no hizo mucho por él, que no le dejó nada cuando murió. Manuel se enfada conmigo y me contesta que le dejó esa zanfoña que toca, que le dio brazos y pies y le enseñó a pescar y a navegar, y también que encontrándose bien por fuera se sintiera bien por dentro. “Mi padre -me dice visiblemente molesto- tenía otros diecisiete hijos, qué más puede hacer un padre”.

Veo la escena una y otra vez mientras rebusco mentalmente los cajones de la casa de los míos. Están llenos de recuerdos que me atraviesan el corazón. Contienen pequeños retazos de la historia familiar. En la mesita de noche de mi padre hay cuantas gafas viejas, un permiso de pesca, una navaja oxidada, un carnet de la UGT, un par de fotos con la ropa de trabajo a la puerta de un taller en Bilbao y una postal dedicada a mi madre. Es una breve carta de amor escrita por un adolescente. Sencilla y hermosa. Al otro lado de la cama, encuentro una cajita con las dos alianzas fundidas en una, un par de pendientes buenos, dos malos y un sobrecito con media docena de fotos antiguas. Son pequeñas, diminutas y están muy deterioradas. En una de ellas aparece mi abuelo, el abuelo Perín, el padre de mi madre. Está en la bahía, en su viejo bote, igual que Manuel.

Perín fue patrón de un barco de pesca sin saber nadar. Cosas de entonces. Cuenta mi madre (contaba, me cuesta hablar en pasado) que estuvo condenado dos veces a muerte en la Guerra Civil por tratar de ayudar a dos hombres de derechas a huir de un pelotón de fusilamiento. Se salvó por los pelos y porque siempre hubo gente buena en un bando y en otro, personas que arriesgaron sus vidas para salvar a otras de las venganzas políticas y personales. En los años cuarenta unos contrabandistas le robaron El Carlines, el barco de la familia, la única forma de sustento con que contaban, y se lo llevaron a Francia. Allí fueron vendiendo las artes de pesca y las piezas más valiosas de la nave. Perín pasó la frontera de forma ilegal, con el agua al cuello y recuperó el barco. Lo trajo sin ayuda de nadie, destartalado, sólo para que muriera en el mismo astillero donde fue construido. Perín se hizo mayor. A veces nos llevaba con él a pescar al muelle viejo de Santoña. Nos enseñó a hacer aparejos igual que Manuel, a empatar anzuelos y a encarnar gusanas. Las noches de tormenta, salía de casa con un cubo para achicar el bote e impedir que se hundiera. Aquel viejo chinchorro le dio y le quitó la vida. Aún le recuerdo, doblado sobre el casco que pintó mil veces de verde y azul. 



Cuando murió, mi tío llevó el bote cerca de Montehano y lo hundió allí mismo, donde el abuelo salió a pescar por última vez. Recuerdo la pena que sentí. Con él desapareció una parte de mi vida. Ahora, cincuenta años después, creo que fue un gesto hermoso cargado de simbolismo. Cuando cruzo la marisma en bici de madrugada creo ver la proa de aquel viejo cascarón entre la niebla. Allí están Manuel con su zanfoña, Perín contando historias y mi padre remando mientras entonan aquella canción:

 

“Ay mi pescadito, deja de llorar…”

 



[Capitanes intrépidos (titulada originalmente Captains Courageous) es el título de la película que en 1937 dirigiera el estadounidense Victor Fleming adaptando la novela que el británico Rudyard Kipling publicara cuanta años antes. Sus protagonistas fueron el genial actor Spencer Tracy (que se alzó con el Oscar al Mejor actor principal por ello) y un jovencísimo Freddie Bartholomew. Casi un siglo después sigue provocando las mismas emociones hondamente humanas en cuantos la volvemos a ver.]

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