Hotel California, por José Quesada Moreno


Cuando no entendía ni una palabra de inglés, me imaginaba que el
Hotel California tenía habitaciones soleadas orientadas al mar. Que la brisa entraba hasta las habitaciones y las inundaba de un denso perfume a marihuana. Y que siempre había, apoyada en la barra de la cocina, una chica con las piernas larguísimas metiendo un plátano o una manzana en una licuadora. Por entonces, además de estar inmerso en el monolingüismo, padecía una imaginación sucinta de telefilme americano barato. Como contrapunto a la idílica idea que tenía de aquel mundo de sensaciones limpias y excitantes, cuando abría los ojos y volvía de la ensoñación, me daba de bruces con la visión de mi cuarto orientado a aquella carretera —la Nacional IV— que, como un río de alquitrán caudaloso, venía de cualquier parte, pasaba bajo mi ventana y se iba con destino a ningún lugar y a todos a la vez.

Luego me compraron un diccionario español-inglés y comencé a saber qué decían las canciones; al menos las que no hablaban de viajes astrales inducidos por el consumo de LSD o aquellas otras donde algún enamorado hasta las trancas hablaba con metáforas indescifrables para un chico de un barrio periférico de Sevilla. Yo no tenía ni idea de gramática inglesa. Traducía palabras sueltas, fuera de su sintaxis. Aprendí mucho vocabulario, pero mis canciones parecían traducidas, más que a nuestra lengua, al navajo que hablan los actores de las películas de vaqueros cuando son doblados al español. «Mi no querer pelear con rostro pálido». De esta manera supe que el Hotel California era una especie de manicomio a donde iban a dar las almas errantes y que sus habitaciones, aunque con espejos en el techo, eran tan sórdidas y tan mezquinas que preferí no salir de la mía. Es así como desengaña el conocimiento y aunque acabé admitiendo que el Hotel California que cantaban los Eagles no se parecía en nada a mi lugar soñado, seguí destripando las canciones extranjeras con mi inglés dudoso y mi sintaxis de indio de película a ver si encontraba de una vez el puto paraíso, si es que existía alguno que mereciese la pena habitar.


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