Ella Fitzgerald (, Arturo y María)...

La sonrisa de un niño, la de mi primer hijo, cantarle una canción de Madness cuando le seco después de su baño y subirle hasta la luna donde están los bafles para que sepa que la lluvia nunca vuelve hacia arriba. 1999. Y 2001, o ya 2002, cuando su hermana, mi hija María, la hermana de Arturo, me obliga a escuchar mi colección de discos de jazz porque no quiere dormirse y en casa ya está durmiendo todo el mundo, menos ella… y yo. Menos ella y yo y Ella Fitzgerald y la seda de cristal del mundo de la música, sin el que no somos capaces de vivir quienes somos de música, se estremece alrededor del ámbito donde María es una sonrisa que puede acercarme las montañas y esparcir todo el agua de los océanos. [de ella, de María, no de Ella, escribí: Ella no cumple 16 como la María de Loquillo, cumple hoy catorce años (estamos en 2015), porque María nació poco después de que el mundo pareciera que se iba a venir una vez más abajo. Pero no lo hizo, venirse abajo. Yo estoy convencido de que el mundo no se vino abajo porque María había venido a él. Y yo todavía la recuerdo mirándome desde sus cinco meses, riéndose ya muy tarde, casi de madrugada, la recuerdo recordándome que ser feliz es estar despierto, atento a los gestos de un bebé risueño, a las palabras no aprendidas de una niña: ser feliz es ver a María.] 

Tarde, mal y nunca, se acaba el futuro. Ella Fitzgerald suspiraba aromas de jazz, aromas de blues, aromas de música infinita.

Ella también cantaba feliz desde el pasado antes de serlo, durante un presente eterno, después de cada estupor de porvenir.

La música viaja en el tiempo.

Tarde, mal y nunca comienza todo.

Siempre nos quedará Londres, el Madrid bienherido por el Manzanares o las playas de Suances y el azul, el verde y el oro de Suances.

Siempre es cada hoy de los silencios, de las canciones, de los versos sobre la piel del corazón.

Tarde, mal y nunca seguimos a la que salta. 

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