Tigres de cristal, de Toni Hill: el peligro necesario de la nostalgia


El escritor español Toni Hill publicó su quinta novela, Tigres de cristal, en 2018. Literatura mala, literatura aceptable, buena literatura y literatura genial. Malos escritores, escritores aceptables, escritores buenos y escritores geniales. Así diferencia los tipos de escritores y su literatura el gran Stephen King, alguien muy del gusto de Hill, por lo que tengo entendido. Toni Hill es, según mi muy personal criterio, de los segundos, porque considero que construir tramas bien estructuradas y crear personajes creíbles no es suficiente para escribir buena literatura, aunque su mérito, el de esos escritores que traban bien sus argumentos y nos ponen cara a cara frente a personas, es digno de ser reconocido. Y yo lo hago. Sólo tengo un elemento de juicio, eso sí, la lectura de Tigres de cristal, que me habían dicho que es hasta ahora la mejor de sus novelas. Una novela aceptable, ya digo. Meritoria.

Una novela que comienza con una pista de su propia alma esencial, la dedicatoria que su autor hace “al barrio que descubrí con catorce años, y a mis amigos de la adolescencia que, por suerte, siguen cerca de mí más de tres décadas después”. Barrio, adolescencia y memoria.

 

“Los muertos desaparecen de verdad cuando ya no queda nadie que los recuerde”.

 

Hay algo de novela social indudablemente en Tigres de cristal. Bastante.

 

“Cuando uno es básicamente pobre, los que lo son aún más provocan más miedo que compasión”.

 

Su acción transcurre en los años cercanos a su publicación, si bien la verdadera acción, la que se recuerda y reconstruye, tuvo lugar en aquellos tiempos de la Transición, en un barrio periférico proletario de la provincia de Barcelona de los años de la aprobación de la Constitución.

 

“En los setenta, cuando aún coleaba la dictadura, el barrio era para los adolescentes un lugar tan asfixiante como había sido el pueblo para sus mayores. Su rabia, sin embargo, era distinta, o eso pensaban, porque para la generación de mi hermano mayor ya no había adónde escapar. La posibilidad de una huida ficticia, a base de porros, de alcohol y luego de heroína, al ritmo de Los Chichos y La Banda Trapera del Río, resultaba demasiado fácil para resistirse a ella”.

 


Un libro más, una novela más sobre la memoria como motor narrativo, con la memoria como eje desde el que cuanto ocurre va teniendo su razón de ser. Una novela prescindible pero no inocua, que conste:

 

            “Acaba de descubrir que el odio tiene mucha más memoria que el amor”.

 

Una novela de lugares comunes (“la vida a veces es sencilla, sobre todo cuando alguien la organiza por ti”, “no se puede huir siempre de todo” o “el arrepentimiento no tiene cabida, porque los actos tienen consecuencias”) que no obstante esconde una historia que merece la pena haber sido leída:

 

“Lo habíamos aprendido en la calle, que es donde se aprenden las cosas importantes, las que sirven para algo”.

 

Ya sabes, la calle como el escenario donde se aprende lo que merece la pena. Sic.

Calle y nostalgia en Tigres de cristal, más nostalgia que calle, en realidad:

 

“La nostalgia puede ser peligrosa, una enfermedad fácil de contraer que solo se cura con el olvido y para la que uno debe vacunarse con una dosis extra de frialdad. […]

La nostalgia tiñe la verdad del color de nuestros deseos”.

 


De alguna manera, tal y como dice uno de sus personajes, uno de sus perdedores, en esta novela de Hill la voluntad y el esfuerzo no son (siempre) esa panacea que parece encumbrar el universo moral del neoliberalismo, pues están sujetas a un vaivén inexplicable al que llamamos, al que él, ese personaje, llamamos, llama suerte. Una suerte que en realidad está abocada a ser mala, a ser mala suerte desde que los lectores vamos reconstruyendo su pasado, su historia, su vida. La vida de un perdedor de manual. Porque, otro de los protagonistas lo expresa con absoluta claridad, al fin y a la postre, “la felicidad también requiere grandes dosis de predisposición”.

Ese pasado que se empeña en regresar, según escribe el narrador de la novela de Toni Hill (que, como él, ya ha publicado antes cuatro novelas), se ve ayudado en su labor por lo fácil que “nosotros se lo ponemos” debido a que está “en nuestra naturaleza la incapacidad de abrazar el olvido”, de manera que tal vez sea el tiempo “el auténtico medidor de la justicia”. El pasado, el olvido… Como lo que muchos, Hill aquí también, endosan a aquellos tiempos que llamamos Transición.

Como ese narrador de Tigres de cristal, todo escritor necesita “un lector que dé sentido a todo esto”. Yo, por ejemplo. Sin entusiasmo, pero con el respeto que merece todo buen contador de historias.

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