Jazz


El jazz suena al orden del silencio, más que cualquiera otra de las músicas: suena a resplandor cuidadosamente roto.

El jazz nos libró de la Antigüedad y del Antiguo Régimen, llegó para avisarnos de las guerras civiles, pero no le hicimos caso, y ahora que el jazz convive con el futuro disfrutamos de sus pianos de seda de lodo como si en ellos se guardara todo lo necesario, y el azar, para permanecer vivos en la vida.

 

Ben Webster es la habitación donde escucho a Ben Webster y Oscar Peterson es la silla donde estoy sentado mientras los escucho a los dos,

el jazz que huele a jazz y sabe a arena de siglos desentumece la realidad y la ablanda y la hace opulenta, víctima de su serenidad de lumbre y tenue rigor imaginario,

Ben y Oscar me hablan con la lengua del aire que respiro mientras ellos hacen sonar la vida con sus dedos y sus pulmones y sus bocas y sus almas y sus estirpes maltratadas,

me hablan a mí, solamente a mí, a mí que siento ahora mismo cómo lo que fluye en mí es el candor de brasa de una música y un silencio concernido, el aliento de todos los dioses,

la víspera de todo lo que puede ser el detenerse de mis sentidos ahora que sin esfuerzo son todo cuanto saben ser, sangre, ritmo y jazz, una emoción inagotable.



Profunda América para los americanos,

anidando en sus barcos el futuro del mundo,

el de los dólares, el rocanrol

y el paisaje de los pianos de jazz, de jazz libre y güisqui.

Profunda América sin más pasado que el de los pioneros y los látigos,

sin más presente que el de los jóvenes enriqueciendo los átomos del futuro.

 

[Y Jazz se llamaba aquel elepé de Queen donde estaban Don’t stop me now y Jealousy. Pero eso es otra HISTORIA.]

 

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