La X Brigada de las Sierras del Norte

[Este es un fragmento de mi novela inédita Serás mi tumba.]

Pisar las hojas desprendidas a las cajigas sin que importe el rumor propagado por las suelas con su roce puede ser uno de los mayores placeres para algunos hombres, para los hombres del monte. Como lo es saberse los reyes de los animales que habitan esos parajes en los que antes de su llegada solo la naturaleza dictaba las leyes. O contemplar la silueta de la cordillera rendida a sus pies, ahora que la sierra no es el escenario de una lucha entre las alimañas de la casa cuartel y las fieras de los bosques cántabros y asturianos, ahora que el aire es mucho más que el alimento de unos pulmones exhaustos.

Una brigada. Eso es lo que son, una brigada, nada más y nada menos. O eso es lo que fueron. Han llegado a ser una cincuentena de hombres, algunos mal entrenados y casi todos mal armados, con pistolas viejas y subfusiles Sten casi ruinosos. Las bajas en combate, las bajas sin combate, las huidas a la capital del país o a la mismísima Francia, los regresos infelices a los hogares maltrechos, incluso el cambio de teatro de operaciones, más al sur de la provincia, han dejado menguada la partida hasta ser poco más que eso, una partida, aunque aún impriman de vez en cuando el glorioso nombre de X Brigada de las Sierras del Norte, tan libresco, tan literario. Tan irreal.

La palabra política ha acabado con la quietud y el disfrute de esta mañana de primavera. La ha mencionado alguien en medio de una frase larga a la que nadie atendía hasta que ha retumbado en los oídos de él para producirle algo así como un pinchazo de dolor, escaso pero dolor al fin y al cabo. Molestia más bien, la clase de molestia que te recuerda algunas molestias que esas sí son dolorosas. Estamos solos, ha vuelto a comentar sin mirar a nadie, ensimismado en la serenidad rota de nuevo por la discusión sempiterna entre los métodos de lucha contra la dictadura, pelear contra los secuaces y aleccionar a la población o levantarla en armas y atacar al corazón de la bestia. Y las siglas, y los nombres de personas que nunca se dejan ver en el monte, y el recuerdo de los meses de guerra hasta la derrota del frente norte, y el adoctrinamiento como si se cambiara una religión por otra, a unos dioses por otros. Solos.

Sí, los días de la primavera de ese año han comenzado en la montaña donde los guerrilleros polemizan con el afán preciso, sin más ademanes que los necesarios, sobre la guerra y la derrota, sobre la victoria y la guerra que ellos siguen protagonizando. Hasta aprovechan para fumar sin demasiado recato, tal es su seguridad en el escondrijo donde apenas reposan del ajetreo de varios días de marchas. Tabaco de liar, como el que le compraba a mi tío Marciano cuando comencé a escuchar las historias de los del monte en mi infancia. Tabaco que se intercambian estos soldados de un ejército de muertos vivientes mientras miran al suelo o al cielo perfecto pero nunca o casi nunca al interlocutor, especialmente cuando el tono de las opiniones comienza a alzarse hacia ningún sitio, porque están cansados de opinar, cansados de esperar, tan cansados…

¿Sabéis cuántos días llevo yo en el monte? La pregunta es recibida por él como una treta para bajarle algunas ínfulas al debate alborotado. Dos mil quinientos dos. Dos mil quinientos dos días caminando haga sol o diluvie, dos mil quinientos dos días durmiendo donde se puede si se puede, dos mil quinientos dos días ocultando hasta mis mierdas, dos mil quinientos dos días huyendo hacia ninguna parte, dos mil quinientos dos días escondiéndome hasta de mí mismo. Deberíamos hacer caso a nuestros familiares y escapar a Francia. Jamás, dice él, con su rostro recién afeitado y su bigote de dandy. Yo moriré aquí, dando la cara, demostrándoles que a mí no me ganaron ninguna guerra. Lo dice todo sin elevar la voz, a su manera de hombre reservado pero capaz de dejarse envolver en el vendaval de la juerga cuando es hora de juerga, sin molestar a ninguno de sus músculos, con el grado de conmoción más inexpresivo posible, pero con la seguridad de un alma destinada al trueno y su sosiego.

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