Equivocarse cada vez mejor: Unamuno, Amenábar y la guerra
Mientras dure la guerra, de Alejandro
Amenábar, es una espléndida película estrenada en 2019 que tiene tres
protagonistas, uno de ellos especialmente, un pensador, un escritor, un intelectual
español, Miguel de Unamuno, y dos
militares, también españoles, el incendiario José Millán-Astray y el sibilino y largamente dictador Francisco Franco.
Porque Mientras dure la guerra es una
arriesgada película encadenada a un ámbito, a un hecho medular de la más
reciente historia de España, la Guerra
Civil, que esconde a mi modo de ver una reflexión hermosa sobre la
equivocación, sobre los errores humanos, sobre las buenas intenciones
tachonadas de efectos perversos, sobre la horrible sensación de no saber sobre
la realidad nada que ayude a modificarla para evitar el sufrimiento propio y
ajeno. Una reflexión hermosa también sobre las creencias fundadas en el miedo
que se esconde en el odio, en el odio que se mece aberrante dentro del miedo.
Una reflexión hermosa trasladada por medio del arte cinematográfico hacia el
alma de los espectadores que poniendo de su parte admiten que esa ficción que
disfrutan algunas veces estremecidos se sostiene casi con la misma categoría
que se sostiene la verdad buscada por los historiadores.
Porque Mientras dure la guerra, escrita también
por el propio Amenábar (autor de su música asimismo) y por Alejandro Hernández,
no necesita ser útil en sí misma para comprender la Guerra Civil, el siglo XX
español, pues le basta con ser capaz de conmover
el espíritu de cualquiera que necesite la belleza de esa noble mentira a la
que los humanos llamamos arte.
Ojalá creyera en Dios, dice uno de
los grandes personajes literarios del siglo XX español, el San Manuel Bueno
Mártir de Miguel de Unamuno, y ese Unamuno que tan magníficamente interpreta el
actor Karra Elejalde (espléndido
como espléndido resulta el gigante escénico que es Eduard Fernández como el demediado Millán-Astray, o la fabulosa
actriz Patricia López Arnaiz como María, una de las hijas del sabio vasco), un ser humano que al comienzo de la película
me resultó un auténtico cascarrabias disparatado pero que a medida que avanza
el largometraje (de poco menos de dos horas de duración) se nos muestra como un
desdichado monumento inoportuno a la dignidad humana. Un ser humano que siente
el golpe tremendo de su nueva equivocación cuando empieza a entender que esos
disparos que escucha desde el 19 de julio son el sonido de la muerte, ese sonido
que a menudo viene a decirnos que el amor ha de servir para algo.
Y, mientras tanto,
Franco, también excelentemente interpretado por otro actor capaz de entender a
la perfección la sangre que corre por las venas fílmicas de esta obra de arte, Santi Prego, enganchándose al futuro
desde su simpleza de jugador amarrategui
cargado de ese saber estar en el momento adecuado en el lugar exacto, de ese
recibir el ofrecimiento de una mano y quedarse con el brazo y el alma de quien
se la ofrece.
El Dios magnífico de
Unamuno y el Dios diabólico de Franco. Dios.
España, esa desgraciada destreza en medio del mundo insostenible.
Todo es silencio,
el de la sangre vertida
sobre toda la humanidad dormida.
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