Los 200 años de Walt Whitman
He leído a Whitman, por fin. A mi edad. Nunca es tarde si la desdicha
vuela. O algo así decía el dicho. La edición que he leído de su gran obra es la
que en 1998 publicó la editorial Alba utilizando la traducción previa de
Ediciones 29 (ignoro quién la llevó a cabo).
Hojas de
hierba impresiona por ser una obra excesiva, de pretensiones universales,
eternas, humana en el pleno sentido de la palabra humana. Demasiado humana. No necesito presentártela: me limitaré
a tratar de explicar lo que he leído cuando la he leído. Lo que he podido
sentir cuando la he sentido.
Comienzo.
Su primer libro, el titulado ‘Dedicatorias’
(poesías escritas entre 1860 y 1881), contiene ya de entrada un poema que
me encandiló por razones obvias pues está dedicado “A UN HISTORIADOR”.
Lo reproduzco completo. No lo volveré a hacer (a penas) más.
“Tú, que veneras el pasado,
que has explorado lo externo, las
superficies raciales, la vida que se ha expuesto;
que has hablado del hombre como
criatura política, gregaria, gobernante y sacerdotal,
en poco te pareces a mí, poblador
de los Allegheny, que trato de él como es en sí mismo de acuerdo a sus derechos
naturales.
Yo tomo el pulso a la vida que rara
vez se ha manifestado (al gran orgullo del hombre en sí).
Cantor de la personalidad, esbozo
lo que aún no es
y proyecto la historia del futuro”.
[...]
En el segundo libro de Hojas de hierba, el titulado ‘Al
partir de Paumanok’ (poemas también escritos entre 1860 y 1881), el
escritor estadounidense nos impele a mirar “proyectarse en el tiempo para mí
una audiencia infinita”.
Whitman penetró en los imponentes tiempos pasados, algo que merece su
reconocimiento:
“Sí: he aquí a mi amante,
el alma”.
Él, que hará de su propio cuerpo mortal poesía para abastecerse “de los
poemas de mi alma y de mi inmortalidad”. Él que será el poeta de los camaradas:
aquél que canta a la religión más grande, la magnífica religión de América y su
grandeza, a la democracia y al amor, también grandes.
América, religión, democracia y amor.
“Mostraré que nada de lo que suceda
será más maravilloso que la muerte […]
y que todas las cosas del universo
constituyen perfectos milagros, todos de los profundos”.
Cantará al alma, sí, a la totalidad, al universo, no a sus partes:
“¡Aquí estoy para ti! ¡Aquí
para América!
Continúo enalteciendo el presente”.
En efecto, Whitman continúa anunciando “un futuro grato y sublime” y
reconociendo el aire del pasado que contiene el de “rojos aborígenes”.
Poemas de los inmigrantes, de barcos a vapor, de los animales, de
“ciudades sólidas”, de locomotoras, mineros, fábricas… Siempre “hacia
adelante”.
Las 52 poesías de ‘Canto de mí mismo’ (el de mayor calado y
extensión de la monumentaloide Hojas de
hierba) fueron escritos entre 1855 y 1881. Desde el “me festejo y me canto”
inicial hasta el “si no aciertas a dar conmigo pronto, no te desanimes” final:
“En cierto lugar me detengo
a esperarte”.
Mientras:
“Clara y dulce es mi alma y claro y
dulce es todo cuanto no es mi alma”.
Este poeta de humanidad rebosante que he leído se piensa “sabedor
de la perfecta armonía y ecuanimidad de las cosas”, y yo me considero capaz de
hilar este poema de su ‘Canto de mí mismo’:
“Mi yo mismo
atestigua y espera.
[Yo] creo en ti, alma mía
y sé que la mano de Dios es
mi propia promesa
y que todos los hombres que han
existido son también mis hermanos.
En realidad, la muerte no
existe.
Soy el que acaricia la vida
siempre cambiante,
adoro la vida de cuanto
crece al aire libre,
todo lo despilfarro
libremente y siempre.
Las estaciones se suceden,
la ciudad duerme y duerme
el campo,
los vivos duermen sus horas y los
muertos duermen sus horas.
Soy maternal y paternal a
la vez; niño tanto como hombre,
no soy intolerante, aunque
ocupo mi lugar:
al fin y al cabo, ¿qué es un hombre?
¿Qué soy yo? ¿Qué eres tú?
En todas las personas me veo a mí
mismo.
Sé que soy inmortal.
Soy el poeta del cuerpo y soy el
poeta del alma.
Soy el poeta de la mujer como el
del hombre”.
Whitman, que le dice a la Tierra: “sonríe, que llega tu amante”; Whitman,
que le escribe al mar: “¡tú, mar! También a ti me entrego. Sé lo que
quieres decir”. Whitman, que no es únicamente el poeta de lo bueno:
“Yo soy aquel que afirma la
comprensión”.
[...]
La felicidad “es forma, unión, proyecto. Es vida eterna”. El poeta
sabe que está en él.
Forma, unión, proyecto. Impresionante.
Regresamos de la mano de Whitman al pasado, una vez más:
“El pasado y el presente se
agostan. Los he llenado, los he vaciado y me apresto a llenar la próxima
etapa del futuro”.
Vasto, inmenso, enorme.
“Soy vasto, contengo
multitudes”.
Todo Whitman está ahí en ese contener multitudes suyo. Es indomable e
intraducible. Él nos espera.
Y…
El último libro de Hojas de hierba
lleva por título ‘Hijos de Adán’ (1860-1881) y es muy breve.
“El delirio místico, es
enamoramiento demente, el completo abandono”.
Dice él, lo digo yo: “TE CELEBRO”.
(Casi) FIN.
Navíos
zarpando una y otra vez hacia el pasado
Mientras yo leía a Whitman, se me caían estos versos:
Quisiera yo
que me ocurriese como a Walt
y un adivino me pidiera
versos llenos de imágenes,
fantásticos poemas imaginarios
repletos de paisajes,
emociones, pensamientos,
carreteras solitarias
y estímulos brillantes.
A Whitman, la gente le miraba
a la cara,
le rogaba poesías como animales
gozosos,
y él escuchaba a todo el mundo,
miraba hacia un lado
y decidía con qué palabra
esculpir una felicidad de pantano,
les daba a los (demás) humanos algo
de sabiduría de arrabal y
rascacielos.
Walt Whitman nos enseñó canciones
para una atlética democracia,
canciones como navíos zarpando
una y otra vez hacia el pasado
en busca de todas las viejas causas,
en busca de lo mejor de nosotros.
Este texto pertenece a mi artículo ‘Walt Whitman, autor de ‘Hojas de hierba’: la muerte no existe’, publicado el 13 de diciembre de 2019 en Moon Magazine, que puedes leer completo EN ESTE ENLACE.
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