A ‘El hilo invisible’ se le ve demasiado el dobladillo

El hilo invisible es una chorrada con pretensiones. Pero vayamos por partes.
2017 es el año del estreno de la octava película de larga duración, lo que venimos llamado largometraje, dirigida por el ¿reputado? cineasta estadounidense Paul Thomas Anderson que se alzó con un único Óscar de los muy importantes a los que estaba nominada aquella temporada: el del Mejor Vestuario. Toma, no, siendo el protagonista un modisto de alcurnia, qué menos.


En este film impresionantemente decepcionante, ampuloso y finalmente no ya vacuo sino estúpido, idiotizante, empieza uno por sentirse cautivado por la presencia interpretativa llenadora de pantallas de la joven actriz luxemburguesa Vicky Krieps y por la habitual trampa de mira-como-molo-otra-vez del dodecafónico actor británico Daniel Day-Lewis (sí, el de la soberana bobada aquella del mohicano postrero y muchas otras eso sí mejores pelis, como la de los 4 de Guilford…), y acaba uno por desintegrarse en medio del envenenamiento mental de un guion (per)turbado con intenciones estéticas de perturbación cinematográfica que se queda en un enfado sobresaliente ante tamaña tomadura de pelo.

Y mira que me sienta mal hablar mal del trabajo meticuloso de los demás. Pero cuando uno se dedica contumazmente a mostrar el talento, lo mejor quizás es tenerlo o disimularlo mejor.

No sé si me explico.

Postdata: El hilo invisible es una película magníficamente dirigida, interpretada con mucho arte (hasta que las últimas escenas la transforman en una idiotez pretendidamente esencialista) y con una puesta en escena y una ambientación encantadoras. Todo lo cual convierte al conjunto final, al producto, a la pretendida obra de arte, en el mayúsculo desacierto que es.

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