Philip Roth está muerto
Fallece
Philip Roth y es como si hubiera soñado, yo, no Roth ni la muerte, que le
habían partido la crisma al escritor estadounidense con una cruz amarilla de
esas con las que algunos taradoides siembran de futuro añejo las playas de un
lugar llamado Cataluña (creo), y es como si viniera Zaplana y se le diera por
preso de su ambición morena, de aquella que ya anunció y enunció y tanto se
denunció, la del forrarse y la actividad política a la que el dirigente pepero
(ex, me dicen) llegó hecho un brazo de mar, como el mar que se ha llevado a una
galaxia muy lejana a Roth, cuya obra se quedará aquí, entre nosotros que
esperamos el debut de España en el Mundial (por antonomasia), para que los que
aún no la hemos leído completa tengamos todavía un manjar espiritual lleno de
materia excelente a nuestra disposición, a nuestra buena disposición.
Fallece
Roth y los premios Nobel saben que ya no pueden esperar las palabras de fuego
súbito que el buen señor Philip habría querido tal vez quien sabe haber tenido preparadas,
y a Israel se le agota el rédito o lo que fuera que tuviera acumulado tras un
genocidio, como a la literatura le crece de pronto a la muerte del novelista
una expectativa luminosa, aquella que se fundamenta en el legado retador de un
gigante que nos mira desde la ausencia animándonos a superar a la realidad como
él lo hacía: puliendo sus esquinas hasta dejarlas como estaban.
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