Feria del Libro, POR Marisa Bou


La niña se agarraba con fuerza a la mano de su madre. El bosque humano que la rodeaba le impedía ver las casetas, rebosantes de libros, que se alzaban a un lado y otro del paseo. Acababa de cumplir cuatro años y su madre la había llevado, por primera vez, a la feria del libro. Era tal su emoción que las lágrimas pugnaban por salir de sus ojos asombrados. Y la fuerza con la que se asía a la mano protectora era cada vez mayor.
Había acompañado a mamá a las librerías, esos hermosos lugares donde su mirada volaba, de portada en portada, tratando de decidir cuál se iría con ella a casa, qué libro le ofrecía más posibilidades de soñar. Pero esto era diferente: hasta donde podía ver, su comprensión de número y volumen hacía aguas. Era incapaz de calcular cuántos libros había allí. Aquello desbordaba todas las previsiones que había hecho al respecto, cuando mamá le dijo: hoy visitaremos todas las librerías de la ciudad. No imaginó que las encontraría todas juntas. Se llamaba Feria del Libro, le dijo.
Levantó los ojos para fijarlos en los de su madre y ella, como siempre, entendió lo que la niña le pedía. La levantó en sus brazos y ¡oh, cielos!, aunque desde allí divisaba un panorama más amplio, ni siquiera así podía abarcar toda aquella explosión de color que la rodeaba. Los adultos se apiñaban en las casetas y ojeaban, preguntaban, se interesaban por tal o cual libro. El trajín de gente era increíble. Sintió el abrazo de su madre y la vio sonreír feliz. Y ella, agradecida, apoyó su cabecita en el pecho acogedor para sentir el latido acompasado de dos corazones que latían bajo el mismo estímulo: los libros.
En un momento en que se aclaró un poco el gentío, su madre la bajó al suelo y pudieron caminar de la mano, recorriendo las casetas. Desde grandes tomos de enciclopedia hasta pequeños cuentos infantiles, allí se encontraban expuestas todas las novedades editoriales. Su mamá le había explicado lo que era una editorial y ella, decidida y convencida, le había respondido que cuando fuera mayor quería ser editora de libros. Le pareció… no, estaba segura de que sería el mejor oficio del mundo. Trabajar con libros, creándolos, explicando a la gente lo que de maravilloso contenía cada uno y saber aconsejar a cada persona cuál se iba a adaptar más a sus ensueños. Imaginar una vida rodeada de libros la estremecía hasta marearla.
Mamá le preguntó entonces si no querría ser escritora. Ella la miró sin comprender: ¿es que no vienen ya las letras en los libros?, preguntó ella con la inocencia y el asombro pintados en sus grandes ojos. Y entonces le escuchó decir que había muchas personas en el mundo que escribían libros, unos inventados, otros contando sucesos ocurridos, otros de poesía…
Ahí la niña alzó la cabeza de repente y preguntó: ¿qué es poesía, mami? La madre calló durante un rato, tanto, que la niña pensó que no le iba a contestar. Hasta que, por fin, su madre habló. Pero sus palabras, aunque pocas, sonaron como música en sus oídos:
Busqué consuelo
en los libros y hallé
amor en ellos.
¡Palabras con música! ¿Es eso la poesía, mamá? ¿Puedo ser yo poeta, mami? ¿Puedo yo escribir libros llenos de poesías?
La risa alegre de su madre tenía la misma tonalidad aterciopelada de aquellas letras musicales que le había cantado: su madre era una poeta de la risa. Aquella risa contagiosa, calurosa, aliviadora, la llenó de satisfacción, máxime cuando observó que un grupo de gente se había detenido a mirarlas y sus caras expresaban admiración y ternura, tanto por una niña tan interesada en la literatura como por una madre que transmitía a su hija el gran tesoro que iba a ser su herencia: el amor por la palabra, el deseo de aprender y conocer todas las formas de expresión en las que los seres humanos se comunicaban.
Esta no fue, en realidad, la mayor aventura que tuvo esa niña. Sólo fue la primera. Después vendrían muchas más. Pero la mayor de todas, fue la de ser escritora. Nada en este mundo podía hacerla más feliz que sentarse a su escritorio y teclear sin descanso, dando rienda suelta a todo aquello que los libros le habían enseñado, las palabras que otros escribieron antes, pero a las que ella daba una nueva expresión, la que su corazón letraherido le iba dictando, mientras su madre, acomodada en su sillón preferido, leía un libro tras otro y, en las pausas, comentaban entre sí lo que tal o cual autor les había transmitido con su escritura.
Muchos años después de esta primera Feria del Libro de la niña de este cuento, una nueva edición abría sus puertas. La niña ya es una mujer. Y en una caseta de aquellas que la habían marcado tanto tiempo atrás, ella estaba sentada tras el mostrador, recibiendo a las personas que se habían interesado en su obra y le pedían que se la firmara. Ella les ofrecía la mejor de sus sonrisas, mientras les escribía bellas dedicatorias. De tanto en tanto, se volvía hacia su madre, que la miraba llena de orgullo, y le decía: mamá, ¿hay algo más bonito que la Feria del Libro?

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