A Francisco Salas Martínez todo el mundo le llamaba
Quico, como a mi primo, el mayor de Paulino y Marisa, el que hizo el número
siete de los nietos de Quico Salas y Ángela Díaz, mis abuelos maternos. Quico.
Mi abuelo, a quien yo cuando era más joven, más, ya digo, me refería a él como miabueloelpirata, todo porque había sido
marino, marino mercante… Y marino de guerra. Quico murió mucho después que su
abuelo Quico, pero Quico murió demasiado pronto, demasiado joven. Quico también
se hizo alguna vez a la mar, pero Quico Salas Pérez no tuvo que embarcarse en
un bou armado durante una guerra civil como le pasó a Quico Salas Martínez.
Tampoco tuvo una pena de muerte como su abuelo, que tuvo creo que dos, o eso
creo recordar que escuché o me contaron, aunque mi primo Quico tuvo una pena de
muerte de las de verdad, una pena de muerte llamada neumonía. Ninguna de las penas
de muerte acabaron con mi abuelo Quico, a quien imagino, junto al cañón de un
buque de guerra improvisado, asustado y famélico.
A Francisco Salas Martínez la muerte también le visitó
demasiado pronto, antes de que nacieran casi todos sus nietos. Y tuvo muchos. Tampoco
Ángela Díaz Cacho llegó a la vejez, aunque las fotos en las que la veo son
fotos de anciana, como una que tengo ahora mismo delante de mí en la que sale
en lo que llamamos el corral, porque
debió serlo, a la puerta de la casa de mi tía Angelines, que es también la de
mi madre y que en aquella instantánea era la casa familiar, y en la que también
se las distingue a mi madre y a mi tía Angelines, jóvenes ellas mirando al
fotógrafo que las llama con la intención de que posen las dos, también mi
abuela Ángela y otra muchacha que nadie aún ha sabido decirme quién es, para el
momento histórico que es siempre aquel en el que dejamos que nuestras figuras
sin eternidad sean presas de un latigazo que podría inmortalizarlas pero que no
lo consigue, del todo.
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