Verano 1993 y el brillo

En el verano de 1993, Carla Simón se quedó huérfana. Su madre fallecía a manos de un asesino muy de aquellos años: el SIDA. Su padre había muerto hacía tres años por el mismo fantasma. Carla ha tenido las agallas y la sensibilidad necesarias para contarnos lo que es perder a su madre para una niña de seis años. Ha utilizado un medio al que llega por primera vez, una pantalla de cine, un largometraje, un medio que parece que lleva siendo su medio de expresión desde aquel año 1993 en el que Carla era Laia Artigas, la niña que es ya para siempre Carla en el verano en el que Carla empezó a vivir sin la mirada de su madre, sin las manos de su madre, sin el aroma inconfundible de una madre.

Verano 1993 (Estiu 1993 es su título original pues estamos ante una película española rodada en catalán, pero que yo he visto en su correctísima versión en español) es una película muy simple. Tiene la simpleza de la vida, la simpleza de los veranos infantiles, la simpleza del dolor oculto, la simpleza de los juegos, la simpleza de las sonrisas, la simpleza de las lágrimas. Pero para que un espectador pueda sentirse inmiscuido en la ficción de una simpleza se necesita algo que no soy capaz de definir, de reducir a unas palabras, algo que desde luego Carla Simón tiene: el talento cinematográfico de los auténticos creadores de emociones. Algo que no está a la altura de cualquiera.

El fulgurante debut de Carla Simón es una película inolvidable magníficamente interpretada por todos los actores que en ella actúan, donde destacan poderosamente Laia, que es Carla, y su prima Ana, que es la actriz Etna Campillo. Sí, porque la niña Etna Campillo es una actriz. Si no, ve Verano 1993, la película de aquel verano en el que Carla Simón aprendió que su madre estaba muerta para siempre.

No sé aún por qué he titulado esto así. Pero he sentido el brillo de los veranos infantiles mientras asistía desde la mirada de Laia Artigas al momento en el que aprendemos que la vida va en serio. Muy en serio.

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