Hacer un libro es súper bonito. Luego no los compra ni Dios pero lo bueno es que yo no soy como esos editores que se cogen un berrinche porque su libro, después de pasar un mes de vacaciones tomando el aire fresco en alguna librería, vuelve al almacén del que salió para descansar allí eternamente. Como yo ya sé que eso va a pasar ni me sorprende ni me disgusta.
Por eso me parece tan bonito hacer libros: porque no cojo mal cuerpo ni pienso que haya hecho mal en publicar ese del que se vendieron de milagro 125 ejemplares. Es un libro que me pareció precioso y que con su mera existencia hace que el planeta tierra sea un lugar más habitable. Por eso siento que es tan bonito ayudar a que nazca.
Una vez vi un documental de una especie de rana o sapo africano –ahora no recuerdo bien– que podía estar enterrado años en el barro seco en un modo de vida latente casi cercano a la muerte esperando una tormenta. Cuando por fin llovía y caían los goterones mojando la tierra, el bicho se despertaba y se iba por ahí dando saltos, más contento que un adolescente un sábado noche. Estos pequeños libros que hago son como esas ranas y, a lo mejor, les tocará esperar décadas a que alguien los lea y los pasee. Me refiero a que estos libros no están destinados solo a esos 125 compradores sino a lectores que aún no han nacido, que todavía no tienen ojos para leer, manos para pasar las páginas, ni boca para sonreír si algo les gusta.
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