Recientemente me tomé una cerveza con José Luis. Cuarenta años de amistad, demasiadas peripecias juntos, demasiados ecos de viejas conversaciones y desencuentros para darles cabida en un breve escrito. Dijo algo que me dejó tan frío como la Paulaner que bebíamos: “¿Te das cuenta de que esto se acaba?”
“Qué exagerado”, contestarán ustedes, “tampoco sois tan viejos”. No, no lo somos, vieja es mi madre, que ha alcanzado la condición nonagenaria. Pero paso a paso, con más pena que gloria y con el cuerpo pasándonos factura por muchas pequeñas imprudencias, la sesentena nos llama a la puerta. Tú no te sientes así, anciano, quiero decir, ni siquiera mayor. De hecho creo ser más o menos el mismo capullo ingenuo e iluso que cuando con 17 años conocí a José Luis, y compartíamos la estúpida pretensión de ayudar a crear un mundo más justo y, sobre todo, que las damas nos adoraran.
Yo creo que, en realidad, lo que advierte José no es que se acerca la
muerte, sino que existe la muerte, que hay final. De joven crees saberlo,
la has visto en tus abuelos y te parece que la tienes asumida. Pero no es
cierto. Como afirmó Gil de Biedma, solo descubres que esto va en serio cuando
ya es demasiado tarde. Yo tomé conciencia de la inexorable finitud de la existencia
hacia los treinta años, cuando, al salir a fumar al balcón, empezó a asaltarme
a menudo un extraño sobrecogimiento... como si todo aquello que había hecho y
dicho a lo largo de mi biografía no fueran sino unos más o menos sofisticados
entretenimientos para soslayar la evidencia de que nada, absolutamente nada,
había sido verdaderamente importante.
¿Es así? Cuando descubres la certeza
de la caducidad corres el riesgo de volverte un cínico y otorgarle razón a
aquella pintada que vi en Granada: “¿pa que ha nasío si te muere?” Pero hay
otra opción, que es justamente la contraria. Precisamente porque estamos un
tiempo, parece que breve, debemos
enamorarnos de nuestra propia temporalidad y vivir lo único que tenemos -la
existencia misma- con toda la intensidad que merece. No lo dice Homero, qué
pena, se lo dice Brad Pitt -Aquiles- a Briseida en la hollywoodiense Troya, pero la cito porque mola mucho:
“Te contaré un
secreto. Algo que no te enseñan en tu templo. Los dioses nos envidian. Nos
envidian porque somos mortales, porque cualquier momento puede ser el último.
Todo es más hermoso porque estamos condenados. Nunca serás más hermosa que
ahora. Nunca estaremos aquí otra vez”.
Hace dos años pasé cinco días en la
UCI. Faltó un pelo, dicen. Eso no me otorga autoridad para darles consejos,
pero hay un recuerdo lejano que me viene a menudo a la memoria. El padre
Servera, en clase de Latín dijo que “sólo los hipócritas tienen cerradas las
puertas del cielo”. No me gustan las sotanas, pero aquel clérigo tenía razón,
al menos sí la tenía en eso, incluso aunque Dios no exista.
Háganle caso al padre Servera y a Jean-Jacques Rousseau. Perdonen a los
dipsómanos, a las putas, a los malos padres, a los perezosos y a los
cobardes... pero desconfíen ferozmente
de aquellos lobos que vienen con piel de cordero. Prefieran setenta veces
siete veces al áspero que se les encara que al falso que se ofrece con dulces
formas para terminar traicionándoles y abandonándoles. Nadie hace tanto mal como quien más insiste en que su obsesión es hacer
el bien. Nadie es tan reaccionario como el comunista que solo desea
arrimarse al oropel de los ricos. Nadie está tan lejos de Cristo como aquel que
se aleja para no respirar el olor a pobreza de los infortunados. Nadie es tan inmoral como quien martiriza
con su mojigatería a las ninfómanas.
Desconfiad de los falsos y los
hipócritas. Solo ellos merecen las llamas del infierno.
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