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This is the end (y Jean-Jacques Rousseau); por David Pablo Montesinos Martínez

Recientemente me tomé una cerveza con José Luis. Cuarenta años de amistad, demasiadas peripecias juntos, demasiados ecos de viejas conversaciones y desencuentros para darles cabida en un breve escrito. Dijo algo que me dejó tan frío como la Paulaner que bebíamos: “¿Te das cuenta de que esto se acaba?”


“Qué exagerado”, contestarán ustedes, “tampoco sois tan viejos”. No, no lo somos, vieja es mi madre, que ha alcanzado la condición nonagenaria. Pero paso a paso, con más pena que gloria y con el cuerpo pasándonos factura por muchas pequeñas imprudencias, la sesentena nos llama a la puerta. Tú no te sientes así, anciano, quiero decir, ni siquiera mayor. De hecho creo ser más o menos el mismo capullo ingenuo e iluso que cuando con 17 años conocí a José Luis, y compartíamos la estúpida pretensión de ayudar a crear un mundo más justo y, sobre todo, que las damas nos adoraran.

Yo creo que, en realidad, lo que advierte José no es que se acerca la muerte, sino que existe la muerte, que hay final. De joven crees saberlo, la has visto en tus abuelos y te parece que la tienes asumida. Pero no es cierto. Como afirmó Gil de Biedma, solo descubres que esto va en serio cuando ya es demasiado tarde. Yo tomé conciencia de la inexorable finitud de la existencia hacia los treinta años, cuando, al salir a fumar al balcón, empezó a asaltarme a menudo un extraño sobrecogimiento... como si todo aquello que había hecho y dicho a lo largo de mi biografía no fueran sino unos más o menos sofisticados entretenimientos para soslayar la evidencia de que nada, absolutamente nada, había sido verdaderamente importante.

¿Es así? Cuando descubres la certeza de la caducidad corres el riesgo de volverte un cínico y otorgarle razón a aquella pintada que vi en Granada: “¿pa que ha nasío si te muere?” Pero hay otra opción, que es justamente la contraria. Precisamente porque estamos un tiempo, parece que breve, debemos enamorarnos de nuestra propia temporalidad y vivir lo único que tenemos -la existencia misma- con toda la intensidad que merece. No lo dice Homero, qué pena, se lo dice Brad Pitt -Aquiles- a Briseida en la hollywoodiense Troya, pero la cito porque mola mucho:

 

“Te contaré un secreto. Algo que no te enseñan en tu templo. Los dioses nos envidian. Nos envidian porque somos mortales, porque cualquier momento puede ser el último. Todo es más hermoso porque estamos condenados. Nunca serás más hermosa que ahora. Nunca estaremos aquí otra vez”.

 

Hace dos años pasé cinco días en la UCI. Faltó un pelo, dicen. Eso no me otorga autoridad para darles consejos, pero hay un recuerdo lejano que me viene a menudo a la memoria. El padre Servera, en clase de Latín dijo que “sólo los hipócritas tienen cerradas las puertas del cielo”. No me gustan las sotanas, pero aquel clérigo tenía razón, al menos sí la tenía en eso, incluso aunque Dios no exista.

Háganle caso al padre Servera y a Jean-Jacques Rousseau. Perdonen a los dipsómanos, a las putas, a los malos padres, a los perezosos y a los cobardes... pero desconfíen ferozmente de aquellos lobos que vienen con piel de cordero. Prefieran setenta veces siete veces al áspero que se les encara que al falso que se ofrece con dulces formas para terminar traicionándoles y abandonándoles. Nadie hace tanto mal como quien más insiste en que su obsesión es hacer el bien. Nadie es tan reaccionario como el comunista que solo desea arrimarse al oropel de los ricos. Nadie está tan lejos de Cristo como aquel que se aleja para no respirar el olor a pobreza de los infortunados. Nadie es tan inmoral como quien martiriza con su mojigatería a las ninfómanas.

Desconfiad de los falsos y los hipócritas. Solo ellos merecen las llamas del infierno.

 

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