La novela Abejas grises es una obra maestra literaria. Su autor es el escritor ucranio Andréi Kurkov y fue publicada originalmente en 2018. Cuatro años más tarde, Esther Cruz Santaella la tradujo espléndidamente a mi idioma.
Estamos en Ucrania antes de que habláramos de guerra en Ucrania… cuando en realidad ya había guerra en Ucrania desde que algo irrumpiera en Kiev, “donde nada había ido nunca del todo bien”, algo que llegó “con tal brusquedad que el país entero se cubrió de doloras grietas, como una lámina de cristal, y de entre esas aberturas empezó a brotar sangre”, y si aquel fue el inicio hacía tres años de la guerra, ésta carecía de sentido para el protagonista de Abejas grises, para quien no era más que un misterio.
“… los dos últimos residentes de Malaia
Starogradovka, que se aferraban a sus casas con más tenacidad que la de un
perro a su hueso favorito. El resto de la gente del pueblo quiso marcharse en
cuanto empezaron los combates; y lo hicieron, porque temían por su vida más que
por sus propiedades, y el miedo más fuerte se impuso. Sin embargo, la guerra no
había hecho que Sergueich temiese por su vida, solo le había creado
confusión y una indiferencia repentina ante todo lo que lo rodeaba”.
De abejas y hombres. Así podría haber titulado su
novela el gran Kurkov, el conmovedor Kurkov, dueño de esa magia literaria que
convierte a simples palabras simples en enormes sensaciones enormes.
“Cuando vives en un mismo sitio el
tiempo suficiente, acabas teniendo a más familiares bajo tierra que sobre ella”.
Sergueich, el protagonista de la novela (junto a sus abejas), pareciera
haber perdido buena parte de sus sentimientos en medio del aislamiento y la
guerra, pero había uno que resplandecía incólume, el sentido de la
responsabilidad, un sentimiento que hacía crecer en él “una preocupación
horrible en cualquier momento del día”, un sentimiento que “se centraba
únicamente en una cosa: sus abejas”.
“¿Eran las personas peores
que las abejas?
Sergueich se paró a pensarlo un
momento. «Sí, las personas son peores que las abejas», concluyó”.
De la extraordinaria prosa de Kurkov es buena muestra esto que sigue:
“No había nada más que nieve, y, si
lo mirabas el tiempo suficiente, empezabas a escuchar ruido blanco: un tipo de
silencio que se apodera de tu alma con sus manos gélidas y no te la suelta
hasta pasado mucho rato. El silencio que rodeaba a Sergueich, por supuesto, era
de una índole especial. Los sonidos a los que te acostumbras, a los que ya no
prestas atención, también se funden en el silencio, como el ruido de un
bombardeo lejano, por ejemplo”.
Hay tanto silencio en la primera parte de Abejas grises…
Escuchamos tanto silencio en la primera parte de Abejas grises… Al fin y
al cabo, el silencio “es una cosa arbitraria, un fenómeno auditivo personal que
la gente ajusta y sintoniza para sí misma”: cada ruido que no nos irrita ni
sobresalta se funde con el silencio.
Tanto silencio… y tanto miedo:
“El miedo es algo invisible, sutil y
variable, como un virus o una bacteria. Puede inhalarse con un soplo de aire, o
beberse accidentalmente con un sorbo de agua o de vodka, o entrar por los
oídos. Y, desde luego, puede captarse con los ojos tan intensamente que su
reflejo permanecerá en las pupilas incluso después de que el propio miedo haya
desaparecido”.
Los humanos solo deberíamos necesitar lo que la mayoría de los personajes
de la novela de Kurkov desean, una vida que tenga lugar en un lugar donde
fluya: “una vida sencilla, normal, pacífica, el tipo de vida al que cualquiera
pudiera acostumbrarse”. Una vida en medio de una naturaleza “visible y
comprensible”.
Como el propio Segueich piensa en una ocasión: “imposible inventarse una
historia así”. Una historia en la que un personaje, ruso, diga que “lo que pasó
es lo que Putin dice que pasó”… porque “Putin no miente”.
La zona gris ucrania que Andréi Kurkov nos enseña con su magistral
literatura se parece en exceso a la zona gris que reconocemos a menudo los
humanos. Si no has leído Abejas grises deberías hacerlo.


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