Algunos problemas de edición; por Inmaculada de la Fuente
Los que escribimos, seamos periodistas o autores de libros, tememos —y sufrimos más que nadie— nuestras propias erratas. Son una auténtica pesadilla. Entendiendo por erratas no solo la burda falta de ortografía, que no suele producirse —y si ocurre algo tan llamativo suele atribuirse al eufemismo de los duendes de imprenta—, sino a faltas de concordancia, baile de cifras, lapsus al citar nombres, e incluso repeticiones de palabras en una misma frase, rimas internas, lugares comunes o conceptos expresados de forma equívoca o confusa que pueden dar lugar a falsas interpretaciones.
En mi etapa de redactora, recuerdo haber vuelto más de una vez al periódico estando ya en el metro camino a casa no solo para aclarar una cifra o porcentaje sino para pulir una expresión desacertada o equívoca. Y, claro está, si se trataba de algo erróneo, aunque no grave, y caía en ello estando en casa, llamaba rauda a un alma caritativa de mi sección o al redactor jefe de cierre para ver si daba tiempo a retocarlo. No siempre servía de mucho volver a la redacción: si estaba ya el artículo en proceso de impresión, muy gordo tenía que ser el gazapo para removerlo, y a veces ni eso. Si no me daba cuenta del fallo hasta el día que salía el reportaje, generalmente en domingo, lo primero que hacía era llamar a primera hora de la tarde a los encargados de Fe de Erratas y suplicarles que saliera la corrección o aclaración al día siguiente. Cuanto antes. Lo cuento en primera persona. pero esto era algo frecuente entre otros compañeros. No era paranoia, aunque a veces pudiera rozarla, sino pundonor, afán de restituir al lector hasta la última coma de un artículo al que le había dedicado tiempo de investigación y tras hablar con expertos o protagonistas de los hechos, lo había escrito con dedicación y lo mejor que sabía en el momento en que lo redactaba.
Cuando algún conocido me felicitaba por un reportaje que acababa de salir y
en el que yo había detectado un fallo, por mínimo que fuera, me sentía tan
incómoda como agradecida (a fin de cuentas, era una palmadita en el hombro,
aunque la procesión fuera por dentro). Una vez fue una compañera quien me
comentó que era una pena que un reportaje mío del que yo estaba contenta,
porque me parecía que estaba bien escrito y que había conseguido el tono apropiado,
—y que a ella le había gustado—, tuviera "algunos problemas de
edición". Pues sí, los tenía: se repetían palabras en una frase o párrafo
y había alguna palabra en singular que debía ser plural. Era la época en que
quedaban poco correctores, consecuencia de haberse transformado algunos
departamentos o tareas, y tanto mi jefe, que estaría desbordado, y sobre todo
yo, tras horas de escritura, no habíamos reparado en esa última y decisiva
lectura en esos detalles que hubieran redondeado un buen texto. La
perfección, ya lo sabemos, no existe, o no se logra siempre, pero nunca
olvidaré esta conversación ni a esta compañera que, aunque poco complaciente
conmigo, creo que me apreciaba.
Cuando se trata de un libro, la desazón que producen las erratas o algún descuido
es si cabe mayor, dado que, al ser un artefacto de mayor duración, no se puede
subsanar hasta que vuelve a producirse una nueva edición.
Si recuerdo y comparto estas experiencias no es porque me haya dado un
ataque de sinceridad o necesite confesar errores pasados, o no tan lejanos.
sino porque no concibo que el autor de un texto, o en el caso de un
arquitecto que diseña una casa o el ingeniero que traza una infraestructura, o
si es político o legislador, una norma, no sea el primer interesado en
perfeccionar y completar, si tiene el privilegio de contar con una segunda
oportunidad, esa obra que tanto le importa y atañe. Un buen diseño es
importante, pero la casa tiene que ser también habitable. Que un texto esté
bien escrito es lo esperable, pero además debe ser claro. Todo es mejorable y
el primer interesado es el autor.
[arte: Jeff Wall: Imsomnia, 1994]
Comentarios
Publicar un comentario
Se eliminarán los comentarios maleducados o emitidos por personas con seudónimos que les oculten.