Resistirse a la felicidad, Ignacio Martínez de Pisón escribe una obra de arte

Como a uno de sus personajes, a Ignacio Martínez de Pisón le ocurre que todo lo que cuenta “tiene el aroma inconfundible de la vida”. Y eso sí que tiene mérito en medio de tanta literatura impostada, truculenta, vacía o simplemente simplona, ajena a los latidos de los seres humanos o demasiado superficial ante los deseos y los recuerdos. Pero también tiene mérito en un país literario donde descuellan Muñoz Molina, Mendoza, Landero…

Por cierto, tengo para mí que Martínez de Pisón pertenece a la estirpe de lo que me gusta llamar Gran Escuela de la Literatura Amable (me lo acabo de inventar, el nombre, porque la esencia de lo que digo la llevo masticando desde que comencé a leer Derecho natural, la novela objeto de este texto), de la que Eduardo Mendoza sería su emperador, y sus reyes Luis Landero e Ignacio, con condes de la categoría de David Trueba, por ejemplo. No sé, cosas mías. Supongo.

Derecho natural es una deliciosa novela donde el lector, yo, claro, accede, nuevamente como en la literatura de uno de los personajes, como en las narraciones de Irene, “al vasto territorio de las emociones”. Y vaya que lo hace. Porque Derecho natural es pura emoción. Pura emoción vital, de esa cierta que reconocemos con sólo respirar, y pura emoción literaria, ese elaborado aroma que desprenden sólo los escritores grandes, la literatura de época, la literatura clásica. Porque al lector de Derecho natural, como a Irene, que no sé yo si será de alguna manera una suerte de Ignacio maltratada por la vida que vive, por la vida que la vive a ella, “los perdedores le inspiran piedad, los héroes desconfianza y los cínicos indiferencia”. Porque gracias a Ignacio, digo a Irene, el lector, e Irene, e Ignacio, sabe, saben, “encontrar grandeza en la mediocridad y humor en la solemnidad”, porque Ignacio, e Irene con Ignacio, no le niegan a ninguno de sus maravillosamente bien narrados personajes “el derecho a la redención”; porque Irene e Ignacio eligen el asunto de su narración con la decidida certeza del que sabe que un oficio está hecho de pálpitos pero sobre todo de habilidades, de maniobras entrenadas pero también de deseo de grandeza, un asunto que no es sino “la complejidad de las relaciones humanas”; porque Ignacio y su Irene saben que para “conseguir una buena historia” no tienen más remedio que “dejarse la vida en cada párrafo” y no escatimar “tiempo ni energías”; porque la literatura de Ignacio Martínez de Pisón, como la de su personaje de nombre Irene, nos trasmite “una gratificante sensación de plenitud y, lo que es más importante,” nos hace, a mí “me hace sentirme mejor de lo que era”. Porque yo soy mejor de lo que era antes de leer Derecho natural: quiero que lo sepas.

El padre del narrador, del protagonista que nos narra la gozosa historia que cuenta la magnífica novela de Martínez de Pisón, se hace una pregunta que es una pregunta en la que cabe un mundo, en la que cabe la vida: ¿Hay alguien que sea capaz de resistirse a la felicidad?

Y yo acabo ya con el ¿eh? con el que ese mismo personaje, el padre vivaracho y deslenguado y caradura finaliza cada propuesta suya que no espera contestación alguna, y menos reproche o negación.


¿Eh?

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