Valencia, otoño, hacia 1979. Calle Ramón Gordillo. Sábado por la tarde. Ahí estoy yo, entro acompañado en el Vanessa.
Ingreso
con la valentía torpe de quien confunde el atrevimiento con el estilo. Al poco
pido una Coca-Cola… en un mar de gin-tonics. El mío es un gesto de pureza
gaseosa.
El pub es
un rincón pijísimo con ínfulas de galaxia: humo denso, luces de neón que por
supuesto parpadean y una fauna de muchachos que juegan a ser modernos sin saber
muy bien en qué consiste.
Yo, por
supuesto, me siento un impostor entre impostores. Pero me sobrepongo: con la
dignidad aún efervescente de quien cree que el azúcar o la cola dan carácter.
Ella, mi
novia, se retoca el carmín con precisión, mientras yo me debato entre mi coca o
pedir un cubata, condenando la integridad adolescente. Me aferro a la
Coca-Cola: mi símbolo de resistencia pasiva.
El
camarero me mira con esa expresión de veterano que ya ha visto demasiados
aspirantes al mundo adulto fracasar por culpa de las burbujas.
—¿Un
gin-tonic? —me espeta, entre la burla y la misericordia.
Y yo,
héroe del pudor, alcanzo a decir:
—No,
gracias—. Lo digo como quien firma su propia irrelevancia.
De fondo
suena Breakfast in America. Supertramp me recuerda que hay espacios en los que la gente
encaja. Yo no. Intento no parecer raro, aunque el hielo en mi vaso suene
ridículo.
Los chicos
junto a la ventana juegan a matar marcianos. Insisto: estamos en 1979. Yo los
miro con envidia: ellos al menos tienen un objetivo claro, aunque sea pixelado.
Yo solo tengo un vaso y una sospecha creciente de que ser joven también puede
dar vergüenza.
Cuando
alguien sugiere bailar, rezo. Pero ella me mira: sus Levi’s de panilla lucen
como una provocación y su sonrisa huele a reto. Me dice con los ojos: “Anda,
muchachito, ven”.
Y voy. Por
supuesto que voy.
La
vergüenza es un precio razonable cuando uno tiene diecinueve años mal contados
y un corazón que no ha aprendido a defenderse.
Pasan las
horas…
Llegamos a
El Saler, a ese almacén reciclado que, los sábados, se hace pasar por discoteca
futurista. La bola de espejos viaja con solemnidad galáctica; nosotros
giraremos con menos prestancia y más desconcierto.
El DJ pone
How Deep Is Your
Love, y la pregunta flota entre
el humo como una broma privada. ¿Qué es eso tan profundo? No sé. Quizá lo justo
para no tropezar con mis propios pies, mientras finjo saber lo que hago.
Ella apoya
la cabeza en mi hombro. Pienso que si el amor tuviera profundidad, yo ya
estaría ahogado. Pero aguanto. Por romanticismo o por torpeza, no sé.
Toda la
noche será un ensayo general de la vida adulta: fingir seguridad, seguir
el ritmo (aunque sea a destiempo) y mantener una sonrisa mientras el alma pide
socorro.
Ahora,
muchos años después, vuelvo a escuchar el vinilo. El hielo tintinea en un vaso
(¿de tubo?) que ya no es mío, y a The Bee Gees les sigo preguntando: How
Deep Is Your Love.
Y me río.
Me río con ternura mientras me pellizco. Porque ya lo sé. Entonces, el amor
profundo que cantaban The Bee Gees era eso: atreverse a parecer idiota con
convicción. Y, con toda modestia, fui un tipo aventajado.

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