Punto de Vista Editores publicó en 2013 un libro escrito por dos expertos en la historia militar, F. Xavier Hernàndez y Xavier Rubio, su título, Guerras, soldados y máquinas.
Los autores de este verdadero manual de historia universal de la guerra nos dan una pista muy clara sobre su contenido:
“La historia de la Humanidad es la historia de la
colaboración entre humanos, pero también es la de una serie de episodios de
conflicto que han generado violencia y la de la guerra entendida como forma
suprema de violencia organizada”.
Es Guerras, soldados y máquinas un
libro que logra su objetivo, que no es otro que ofrecer una visión de conjunto de la guerra a lo largo de la historia.
Sus contenidos pivotan a partir de tres ejes principales que se interrelacionan entre sí: la tecnología y la técnica (armas y tácticas de combate), la cultura militar (organización
y doctrina militar) y las
decisiones de los individuos (decisiones
de los mandos y capacidades de los soldados).
Hernàndez y Rubio aclaran: “todo ello se analiza a partir de los diferentes periodos y de las principales guerras y batallas”.
Si algo diferencia esta obra de otras semejantes es
que, a partir del eje cronológico, el libro “muestra de manera muy coordinada
la relación entre la evolución tecnológica de las armas (ofensivas y
defensivas) y las culturas militares, aportando el punto de vista humano tanto
en lo que se refiere a las decisiones de los comandantes como a las
experiencias de los combatientes”.
Cada capítulo comienza con una ficción que narra la experiencia
subjetiva de un combatiente en
unas determinadas coordenadas espacio-temporales. A una escala personal directa
el guerrero, el soldado, explica sus opciones en una situación de combate.
A continuación, te reproducimos el primer epígrafe del capítulo 1 (La mirada del hoplita).
1.0. Memorias de un hoplita
Amaneció con tiempo fresco, pero con aire limpio,
pudimos bañarnos y asearnos en el mar, al abrigo del muro focio que cerraba el
paso de las Termópilas. Desde el otro lado del muro unos jinetes nos observaban
con curiosidad. Eran persas, sin duda. Agitamos los brazos para llamar su
atención pero no contestaron. Al poco tiempo desaparecieron. A mediodía comenzó
a escucharse un rumor extraño. Eran los pasos de miles de guerreros, y
avanzaban hacia nosotros.
Leónidas, nuestro rey, estaba muy tranquilo, ordenó
que formáramos en enomotias, es decir en tres filas de doce
guerreros cada una. Y aun dispuso que cada cuatro enomotias formaran un lochos.
A unos cien pasos de distancia del muro hizo formar dos lochos, uno al lado de
otro… Eso suponía un frente de 24 hoplitas con 12 filas de profundidad para
cubrir una lengua de tierra que apenas tenía una anchura de 20 pasos griegos.
Un total de 144 guerreros cubrían, en vanguardia, el estrecho paso. Más
retrasados, a unos cuarenta pasos de la primera formación hizo que se formaran
otros dos lochos. Así, nuestros 300 espartanos quedaron dispuestos, dispuestos
a esperar el destino. Leónidas permanecía de pie sobre el muro observando la
llegada de los bárbaros. Pero nosotros estábamos a unos cien pasos más atrás
del muro. No veíamos nada, sólo el muro coronado por Leónidas. Todos pensamos
que lo más lógico hubiese sido desplegar una o dos enomotias sobre el muro, y
defenderlo desde una posición de altura… pero nadie comentó nada. Estábamos
seguros de que Leónidas tendría sus razones. A mí me tocó formar, esta vez, en
primera fila. Repasé mi equipo. Las sandalias estaban bien atadas. Las grebas
en su sitio. La armadura de lino cómoda y bien sujeta, el tahalí con la espada,
en su lugar. El casco perfectamente fijado y mi cabeza bien encajada en el
acolchado interior. Mi gran escudo estaba perfecto y también mi equilibrada
lanza con punta de hierro. La primera fila formó buscando la perfección.
Esperábamos en posición de descanso con el pesado escudo sujeto pero apoyado en
el suelo, y la lanza también reposando en tierra.
Leónidas descendió con parsimonia, y como un hoplita
más se situó en la primera fila. De más allá del muro nos llegaba el ruido de
los persas, que era ensordecedor. Al parecer los guerreros gritaban y
provocaban una terrible algarabía que se filtraba en nuestros cascos como un
terrible zumbido. Nuestros cascos, cerrados, tapaban las orejas y no era fácil
oír nada cuando te metías en su interior, te convertías en un instrumento de
combate guiado únicamente por las pequeñas aberturas frente a los ojos que te
permitían conectar con el mundo que debías agredir. Pronto el casco comenzó a
vibrar con otros sonidos. Los nuestros respondieron comenzaron a cantar
un pean de guerra… “Adelante, hijos de Grecia, liberad
vuestra patria, a vuestros hijos, a vuestras mujeres, los templos de los dioses
de vuestros padres y las tumbas de vuestros antepasados: esta es la batalla por
todo ello…” La melodía sonaba rara, era como un siseo suave que se sumaba a la
algarabía. Me uní al cántico… en mi cabeza retumbaba omnipresente mi propia
voz.
De pronto los primeros persas aparecieron
encaramándose por el muro, daban brincos y gritaban para darse coraje pero no
se atrevían a bajar. Finalmente, empujados por sus oficiales, comenzaron a
descender, mientras aparecían más y más bárbaros. Pronto se acumularon
centenares de persas entre el muro y nuestras filas. Pero no cargaban contra
nosotros, solo nos gritaban e insultaban con gestos provocadores. Nosotros
continuamos en “descanso”, en una clara posición de desprecio frente a nuestros
enemigos. En un momento dado nuestros lochagos ordenaron: ¡En guardia! Después,
me pareció oír el zumbido de nuestras trompetas indicando posición de ataque
con el brazo levantado y la lanza por lo alto. Pude sentir toda la fuerza de
nuestra falange y cómo yo y mis compañeros formábamos un solo cuerpo. Mi gran
hoplon me cubría y también protegía al compañero de mi izquierda. A su vez el
hoplon del compañero de mi derecha también me protegía a mí. Leónidas, situado
a la derecha de todo, no tenía a nadie que le cubriera ese flanco: era el lugar
de honor, destinado a nuestro líder para que demostrara su coraje.
Nuestras lanzas estaban en alto amenazadoras,
dispuestas a arremeter. Por las mirillas del casco distinguí cómo nuestros
enemigos llegaban corriendo y en masa. Ya estaban frente a nosotros, noté un
par de impactos de lanza o tal vez de porra contra mi hoplon. Los guerreros
enemigos iban pobremente armados y luchaban individualmente, no eran muy
corpulentos, su piel era muy morena y llevaban melenas rizadas. No veíamos
mucho delante nuestro debido a los grandes escudos, pero al momento notamos el
contacto físico con sus primeras líneas. Siguió un forcejeo, en el que nuestra
falange poco a poco iba avanzando, mientras los enemigos cedían terreno.
Aprovechando un descuido, mi lanza bajó con rapidez y se clavó en la cara de
uno de ellos. La retiré y la proyecté de nuevo para atravesar el ligero escudo
de mimbre de otro de mis enemigos. Ahora nuestro paean retumbaba y las agudas
trompetas nos animaban a seguir presionando. Seguí avanzando junto con mis
compañeros, penetrando gradualmente en la línea enemiga, viendo en las caras
enemigas los primeros síntomas de pánico, que había presenciado ya tantas veces
en otras batallas. Era el inicio del fin; gradualmente fueron retrocediendo,
cada vez con más desorden. Al mismo tiempo, nuestra segunda fila nos presionaba
para que siguiéramos avanzando. Siempre pendientes del enemigo, siempre
pendientes de nuestros vecinos y sus escudos: no podíamos correr ni deshacer la
formación, el trabajo tenía que hacerse con calma. Solo me preocupaba de lo que
tenía frente a mí, lo que veía por las mirillas de mi casco, y solo percibía
terror en los ojos de mis enemigos, sabía que mis compañeros a derecha e
izquierda me cubrían perfectamente, y que cada uno se cuidaba de controlar su
parcela. Avanzábamos, ya, pisando los blandos cuerpos de muertos y heridos.
Nuestras sandalias se hundían en vísceras y sangre caliente. Finalmente, los persas rompieron la formación y empezaron a huir, lanzando sus escudos y lanzas para correr más rápido. Ése era el momento que estábamos esperando. Arrinconamos a centenares de persas contra el muro provocando una descomunal matanza. Muchos intentaban escapar y subían al muro, pero eran rechazados por los que llegaban para incorporarse a la batalla. Centenares de enemigos murieron aplastados por sus propias tropas o despedazados por nuestras lanzas y espadas. De pronto, el ruido del combate cesó; ya no había más persas sobre el muro. Escuché la trompeta en medio de los gemidos de los heridos: tocaba en guardia y retirada. Poco a poco fuimos rehaciendo nuestros pasos sin deshacer la formación, caminando hacia atrás. La primera batalla había acabado. Desconocíamos si la supuesta inmensidad del ejército persa era real, pero lo que sí sabíamos es que cualquiera que osara traspasar el muro iba a topar con nosotros. Aquel día un ejército de esclavos había visto cómo luchaban los hombres libres… nada ni nadie nos iba a mover de las Termópilas.
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