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Esther García Llovet y su espléndida Trilogía instantánea de Madrid

La llamada Trilogía instantánea de Madrid es un conjunto de novelas escritas por la española Esther García Llovet, la primera de las cuales es Cómo dejar de escribir, aparecida en 2017. La segunda, titulada Sánchez, se publicó dos años después (la primera de las tres que yo leí). Y la tercera y última, Gordo de feria, es de 2020.


 

Comenzaré por hacerte ver cuáles son los títulos de los dos primeros capítulos que componen Cómo dejar de escribir: ‘Hablaba con los mendigos y los voluntarios de ONG y los vendedores de Gucci falsos y DVD falsos hasta que se cansaban de mí y se cambiaban de acera’ y ‘El mundo está vivo y nada vivo tiene remedio y ésa es nuestra suerte’ (este segundo extraído de una en una entrevista en 2003 al escritor Roberto Bolaño). Que por qué comienzo así mis palabras sobre Cómo dejar de escribir (la quinta novela de García Llovet), te preguntarás. Para que te hagas una idea del tipo de literatura que se gasta la autora. De un brillo raro, no del todo extravagante, más bien callejeramente total, de un absoluto casticismo sobrio y honesto, literariamente liberador y aprisionador al mismo tiempo.

 

“Me acuerdo de cuando no pasaba nada. Me acuerdo de aquella edad de oro, esa convalecencia, los desayunos descongelados del burger, las tardes en sesiones dobles de películas malas de instituto y las noches, las noches de cuarenta horas…”

 

Renfo es el hijo del escritor ya fallecido Ronaldo, el famosísimo y muy reconocido escritor Ronaldo (“el gran Ronaldo, el mayor escritor latinoamericano de su generación, el Ronaldo de la chupa de cuero”), y escribe sobre su padre “con los ojos y la boca secos como piedra pómez”.

 

          “Soñé que nadie muere la víspera.

Qué de puta madre sonaban las frases de mi padre, sonaban a verdad, a realidad pura y transparente, o, mejor aún, hacían que la realidad quisiera parecerse a ellas”.

 

Renfo (a quien La conjura de los necios siempre la pareció “una mierda de libro” y no entendía cómo podía gustarle tanto a su padre, el cual, a él, por cierto, nunca le importó gran cosa) habita ese ámbito donde transcurren las novelas de García Llovet que yo llevo leídas. Ámbitos tal que así:

 

“Las terrazas de los bares caros donde todo el mundo parece que siempre tiene treinta y tantos años y es eternamente feliz”.

 

Hablando de ámbitos:

 

          “En esa casa escondo la promesa de un pasado. […]

          Por qué las casas vacías parecen cada vez más grandes”.

 

La autora puede decir de uno de sus personajes (Curto, amigo de Renfo, adorador de la figura de Ronaldo), lo cuento para que te hagas una idea exacta de su arte literario, que “tenía los ojos abiertos del todo, algo muy frecuente en él, como si se hubiera afeitado también por dentro”. Curto, un tipo capaz de soltar cosas como que “hay gente que suelta fantasmas por ahí y no se entera”.

Lo que se nos cuenta en Cómo dejar de escribir es la búsqueda del manuscrito perdido de Ronaldo para escribir un libro sobre su vida.

 

          “Era muy temprano, las siete, esa hora sin piel”.

 

¿Es la belleza lo que se piensa otra vez, como afirma Renfo? Sigo.

Que por qué la novela pertenece a la llamada Trilogía instantánea de Madrid. Poque, para empezar, se desarrolla en Madrid (bajo el zumbido “de todo ese follón cósmico que dicen que nos ampara”), en un Madrid de esta enjundia:

 

“A veces salía a correr por este lado de la M-30, entre la M-30 y los chalets de Alfonso XIII, por ejemplo, en ocasiones hasta Corazón de María, Estrella Polar, Pez Volador, todas esas calles en cuesta y senderos en barranco por donde los niños se arrojan sin pensarlo en sus pequeños triciclos suicidas. Parques, jardines, parques modernos de árboles jóvenes e importados y plantados a ver qué pasa. Un jacarandá al lado de la cancha de fútbol municipal. Qué bien juegan al fútbol los chicos de ahora, las rodillas escoriadas, las caras llenas de cicatrices y puntos de sutura que se arrancan antes de tiempo”.

 

Un Madrid del que se puede decir en el libro que “a veces pensaba que la Gran Vía era el lugar ideal donde ocultar un cadáver en una película”.

Y “los chalets de Arturo Soria”, y ese sin saber muy bien qué hacer que tenemos a veces los mortales “con toda esa materia prima que el universo nos pone delante de las narices”.

De cómo se describe a la gente que pulula por la novela da buena muestra esta frase que dice: “ese zumbido de aburrimiento puro y duro de la gente de mucho dinero, la falta de ambición, no tener que tenerla”.

Tal vez “todos necesitemos a alguien a quien no mentir”. O, como dice Curto:

 

Escribir y escribir y escribir. La puta literatura. Qué aburridos, qué estreñidos, la verdad. Qué poca sangre, los escritores. No te fíes de nadie que tiene la misma cara borracho que sobrio, Renfo”.

 

 

Gordo de feria, la sexta novela de García Llovet, la segunda de esta trilogía madrileña suya, es más bien descacharrante: si el humor siempre está en los libros de la autora dejándose querer, aquí estalla a manos llenas, como si fuera comedia, una comedia literaria peculiar, claro, estamos hablando de una escritora muy particular.

Cada uno de sus capítulos se titula ‘Un gordo’, ‘Un flaco’, ‘Un cuento chino’. Para que vayamos haciéndonos una idea.

¿Se puede empezar mejor una novela así, una novela estilo garcíallovetiano y humorística? Mira:

 

“Un borracho. Un borracho de Semana Santa. Un borracho de Semana Santa atraviesa la plaza Mayor de la capital de España, son las cinco de la tarde, parece que va hablando por el móvil pero la verdad es que no tiene móvil porque se lo han robado hace horas y no se ha dado ni cuenta. Habla solo. Se llama de usted”.

 

Estamos en Madrid, claro:

 

“La zanja que hay en cualquier calle, las zanjas, las largas y hondas trincheras de Madrid, en guerra permanente contra todo lo contemporáneo”.

 

Anda que no:

 

“La gente y las nubes y las luces bokeh de la villa de Madrid, una peli sin fin”.

 

Un Madrid donde “los hípsters no se reconocen a sí mismos como hípsters, igual que la gente de derechas no se reconoce como gente de derechas”. Hay una escena en la que el protagonista está en Pozuelo. Leamos:

 

“En Pozuelo. Hay muchos pinares sueltos, calles empinadas, casitas de El Caserío. Tiendas no hay ni una. Por qué hay tan pocas tiendas en sitios donde la gente tiene pasta y tantas tiendas en calles como Bravo Murillo, por ejemplo, es algo que no alcanza a entender”.

 

Madrid, leemos en la novela, “está en el centro pero siempre lejos”. Madrid, dice quien narra, “es un horizonte virtual en realidad, sus cuatro rascacielos medievales son virtuales, la polución, virtual, las señalizaciones reflectantes en la M-30, los olivos secos, virtuales, el Hipódromo de la Zarzuela, el Palacio del Jamón, la plaza de toros de Las Ventas, todo virtual como en los videojuegos”. Eso es lo que piensa Castor, el protagonista, “cuando lleva hora y media caminando hacia Moncloa y le sigue pareciendo que la ciudad se desplaza cada vez más lejos”.

Castor, el protagonista de Gordo de feria es un humorista de éxito que vive en un piso de lujo de la madrileña calle de Martínez Campos (“y lujo es lo que no usas”). De los humoristas ya se había dicho en Cómo dejar de escribir, por cierto, que todos son unos cabrones y unos psicópatas. Para Castor la regla número uno de la comedia es que el cómico, el humorista, nunca se ríe de sus propios chistes, nunca se ríe de nada, en realidad; y la número dos: “que te tienen que pagar”. Cabrones psicópatas que no se ríen nunca y que les pagan por hacer reír. Y que de qué coño hablarían los humoristas si no existieran los tópicos.

 

“A Castor le gustan mucho las iglesias, en una iglesia puedes meterte cuando llueve o cuando hace mucho calor y sentarte un rato sin tener que consumir nada, no como en los bares. Siempre hay gente de paso, gente como él, ahí sentada sin pinta de rezar, mirando el móvil, usando el wifi algo lento de las iglesias, la paloma mensajera del Espíritu Santo siempre tan poco decidida. Además, la gente se está callada”.

 


Hay más Madrid (no es un anuncio), incluso estamos un rato en la Casa de Campo. La Casa de Campo:

 

“Unas sombras muy densas y unos troncos muy gordos. Algunas ramas secas. Así son los árboles de la Casa de Campo, cascados, aburridos, sedentarios, un poco rencorosos contra la naturaleza de verdad, la indomable y salvaje naturaleza americana, y no esta de aquí que no es ni indomable ni salvaje, ni abundante ni frondosa, ni exótica ni impredecible”.

 

A Castor le parece que Madrid engaña mucho y “es el anuncio pero nunca el producto, la oferta pero no la demanda”. Aunque pareciera que en Madrid haya de todo, “que te regala mil y una cosas”, la verdad “es que Madrid no te da nada de nada, no da ni las gracias por venir, de eso te das cuenta demasiado tarde, cuando quien lo ha dado todo eres tú”. ¡Qué cosas!

Pero no todo es jijijajá, también hay en la novela esas reflexiones narrativas tan propias de la autora. Como esta (en la que compara civilización con cultura, aunque no sé si acertadamente, siendo la cultura lo que yo creo que es):

 

“La intención de la civilización consiste en dejar carreteras y edificios y paseos marítimos que duran mucho más que cualquier legislatura, mucho más que cualquier generación y mucho mucho más que la cultura, por ejemplo”.

 

Hay, en ocasiones, “un silencio tan vacío que no pasa ni el tiempo”. O que “entra ya en la categoría de lacaniano”. Y la tristeza puede ser “el fantasma que no ves”. Esta es una novela que nos aclara que la palabra moderno ya no es moderna. Que “la juventud nunca sabe qué hacer pero sí sabe bailar, siempre, como los negros”. Y que, para hacer poesía, como sostiene Castor, “mejor que sea cuando nadie mira”. Claro que Castor, el protagonista de Gordo de feria, acaba por darse cuenta de que “la gente a la que no le gusta la gente le gusta a todo el mundo y la gente a la que le gusta la gente no le gusta a nadie”.

 

Lo dicho, tienes que leer Trilogía instantánea de Madrid. No te llevará mucho tiempo. Y me lo agradecerás.

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