Se decía que la guerra contra Francia iba mal, y que en Cataluña y en el Franco Condado los franceses apretaban. Mal año aquel 1643. A nadie le extrañó pues que, con la primavera, los tercios de Flandes nos pusiéramos en marcha para ofender a los franceses. Lejos de los llanos de Picardía, de la Champaña y del corredor flamenco, el objetivo fue Rocroi, una ciudad fortificada a la salida de las Ardenas. Comenzamos, sin demasiada convicción las tareas de cerco. La tropa apostaba sobre los verdaderos objetivos de la campaña. No eran pocos los que creían que el capitán general de los tercios de Flandes, don Francisco de Melo, un portugués experto en armas, avieso y desconfiado desde el desastre de Barcelona, pretendía atraer tropas francesas, con el señuelo de Rocroi, para triturarlas en campo abierto y marchar hacia París. París, París, qué bien sonaba, y mejor sonaría cuando entráramos a saco en sus palacios… y diéramos buena cuenta de sus blancas mujeres. En cualquier caso, los franceses acudieron prestos al trapo.
El día 18 de mayo la totalidad de sus tropas ya tomaban posiciones frente a nuestros campamentos. Melo abandonó las tareas de asedio y desplegó a nuestra gente frente a Rocroi. Si los franceses querían la ciudad tendrían que venir a por ella. A última hora de aquel día 18 nuestro despliegue estaba prácticamente ultimado. En el centro se colocó la infantería, en dos grandes bloques. Al frente y a la derecha y al centro seis tercios españoles, y al centro y la izquierda uno borgoñón y tres italianos. Tras esta impresionante línea formaban cinco tercios valones y cinco alemanes. En el ala derecha se desplegaba la caballería alsaciana del conde de Isemburg y en el ala izquierda la caballería de Flandes de Alburquerque. Los nuestros sumaban unos 22.000. Frente a la infantería se emplazaron nuestros 24 cañones; harían más ruido que daño, pero esas armas del demonio nunca iban mal para inquietar al enemigo.
Mi tercio era uno de los mejores, estaba comandado por
don Jorge de Castellví, y formado con gente dura de
Cerdeña, de Flandes y Castilla. Don Jorge era un militar recto y durísimo de
familia aragonesa establecida en Cerdeña. El tercio no estaba al completo, de
hecho, ninguna de nuestras unidades estaba nunca al completo, eso era lo usual.
Sobre el papel, cada tercio de los de Flandes estaba mandado por un maestre de
campo y un sargento mayor, y contaba con doce capitanías o compañías de 250
hombres cada una, llevando dos de cada tres soldados una pica y el otro una
arma de fuego. Yo era un soldado de fortuna, y comenzaba mi carrera de armas.
Como era fuerte, me ocuparon de piquero. Nosotros, los piqueros éramos el
nervio del tercio… decían. A nosotros nos correspondía salvaguardar la unidad
contra la caballería o la infantería. Yo trataba de mantener mi equipo en
buenas condiciones. Mi ropa eran unas calzas amplias y unas buenas botas,
camisa de mangas anchas y un grueso jubón de cuero. Contaba con un morrión de
hierro, algo abollado, peto y espaldar, y unos faldones con piezas de hierro.
Éramos pues piqueros acorazados, y también nos llamaban coseletes. Mi arma
principal era una pica de 22 palmos, y también llevaba una buena espada. Os
confesaré que esa pica pesaba como un muerto, así que la había acortado unos
buenos cuatro palmos, sin que se enterara el comandante, para hacerla más
llevadera…lo hacíamos todos, así que al final no se notaba la diferencia. Los
mosqueteros también tenían su cruz, llevando esas pesadas armas de fuego, muy
potentes pero tan incómodas que debían emplear horquillas para sustentarlas.
Disparaban bolas de plomo a mucha distancia sin demasiada precisión, pero para
eso se ponían decenas de ellos en fila, a ver si alguno acertaba. Los
arcabuceros tenían más suerte, ya que sus armas eran más ligeras y no hacía
falta que llevaran la horquilla.
Así equipados, oímos el inicio de la batalla, en plena
noche, a las tres de la madrugada, estaba claro que los franceses estaban
impacientes. Por lo que entendimos, el enfrentamiento empezó por los flancos.
Con las primeras luces nuestra caballería atacó las unidades de caballería y
mosqueteros franceses que avanzaban por los límites del campo de batalla. Pero
como siempre pasa con esos impetuosos jinetes, la codicia de capturar el botín
enemigo los pudo, y se internaron demasiado en la zona enemiga. Acabaron siendo
dispersados o aniquilados. Vimos a don Jorge contrariado discutiendo con los
capitanes y proclamando a gritos que la infantería debía avanzar para apoyar a
la caballería. Entonces, todo el ejército francés avanzó en masa. Los piqueros
nos colocamos en formación, pero el ataque principal no fue contra nosotros,
sino contra los tercios italianos y el borgoñón que estaban a nuestra izquierda
y que fueron dispersados. A las ocho de la mañana, Melo ya había sido
totalmente derrotado y se daba a la fuga, el muy canalla, con alguna fuerza de
caballería. Los cinco tercios españoles permanecíamos allá, en medio del campo
de batalla, perplejos y cercados. La retirada era imposible ya que el acoso de
los franceses se antojaba inmisericorde. Formamos un tupido muro de picas que
los malditos jinetes no podían atravesar, pero tampoco podíamos nosotros
retirarnos. La caballería francesa nos cargó en tres ocasiones, los jinetes
avanzaban y disparaban sus pistolas a corta distancia. También nos atacaron los
mosqueteros, un poco a distancia, si bien nuestros mosqueteros respondieron al
fuego y mantuvieron al enemigo alejado. Nuestros cañones también colaboraron en
la defensa hasta que agotaron la munición. Después de aguantar cinco terribles
cargas de caballería, nuestro tercio comenzó a flaquear, la infantería francesa
avanzó a corta distancia y nos arcabuceó a placer, y cuando nuestras filas de
picas clarearon la caballería francesa penetró en nuestras líneas causando una
gran mortandad. Con mi pica atravesé el pecho de un caballo, y después continué
luchando con la espada. Un grupo de capitanes formó junto a don Jorge de
Castellví, pero fueron rodeados y capturados. Una parte de los supervivientes
buscamos entonces refugio en el tercio de Garcíez, que junto con el de Villalba
y Albuquerque continuaban combatiendo. La resistencia continuó tenaz pero no
había salida. Finalmente, el jefe francés, el duque de Enghien, deseoso de
parar aquella locura ofreció una rendición honrosa, como si de la capitulación
de una fortaleza se tratase. Los tercios de Villalba y Garcíez abandonamos
el campo en formación con banderas al viento y armas cargadas. Los locos del
tercio de Alburquerque continuaron la resistencia durante un tiempo, pero al
final también acabaron capitulando.
Este texto
pertenece al libro Guerras, soldados y máquinas, de F.
Xavier Hernàndez Cardona y Xavier Rubio Campillo, publicado en 2017 por Punto
de Vista Editores
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