Aquellos Niños de la Guerra; por José Antonio Pérez Pérez


Me siento en un banco del muelle de Santurce junto a la escultura que recuerda a los niños que fueron evacuados en barco de este mismo lugar en la primavera de 1937. Son dos críos, seguramente dos hermanos cogidos de la mano junto a una vieja maleta. Trato de imaginar lo que llevaban en ella aquel día: media docena de mudas, unas blusas, dos jerséis gordos y unas gorras de lana. 

Guardo entre mis cosas como un tesoro aquellas entrevistas que hice hace más de veinte años a unos cuantos críos que tuvieron que abandonar su tierra durante la Guerra Civil huyendo de los bombarderos de la aviación franquista. Margari, Fernado, Pilar... comienzo a olvidar sus caras y sus nombres. Me queda el recuerdo de su angustia en el puerto, los abrazos rotos y las últimas palabras de sus padres. "Cuida de tu hermana. No te separes de ella, que es pequeña. Come todo lo que te den y da siempre las gracias". "No salgáis a cubierta por la noche durante el viaje, que hay peligro". "Abrígate, cariño, te estaremos esperando". Lágrimas amargas sobre el muro del muelle. Uno trata de ponerse en la piel de aquellos padres y se le parte el corazón.

Pienso en Teresa, la pobre Teresa. Salió con sus dos hermanos del puerto de Santurce hacia Francia el 13 de junio de 1937, en el mismo punto donde se levanta ahora la escultura que recuerda la evacuación de los niños vascos. Tenía once años cuando vio desde la popa del barco alejarse en el horizonte toda su niñez. Allí se separó de su amiga Conchita, a la que nunca más volvió a ver por circunstancias de la vida, y de su querida maestra, que no pudo volver a ejercer su profesión por las ideas políticas que tenía y se vio obligada a sobrevivir de cualquier manera. Ay, Teresa, la pobre Teresa, a quien su madre no tuvo tiempo de explicar cómo se convierten en mujeres las niñas, como decían entonces las abuelas.

 

“Hay cosas que una nunca olvidan, por muchos años que pasen. Tuve mi primera regla mientras jugaba en el patio de una residencia francesa. Me asusté tanto que empecé a llorar creyendo que tenía una herida, hasta que una cuidadora me atendió, me explicó cómo ponerme unos paños y me tranquilizó”.

 

Cuando me lo cuenta se emociona y recuerda la ausencia de su madre. “Yo la necesitaba a ella”. Viene también a mi memoria el triste viaje de Victoria, la hija de aquel concejal comunista de Gijón. Salió con su hermanito cogida de la mano desde el puerto de El Musel tres meses más tarde que los niños vascos y no volvió a ver a su padre. Lo fusilaron poco después de la caída de Asturias.

 

“No puedo olvidar la partida. Todos allí, amontonados en las bodegas. Recuerdo u un niño con el dedito enfermo. Fue todo el viaje llorando. Ay, mi dedito, ay, mi dedito. Hasta que llegamos a aquel barco ruso donde se lo curaron. Esa noche nos dieron caviar para cenar, pero nosotros, pobres, nunca habíamos comido eso y no nos gustó. ¡Cómo nos trataron de bien aquellos marineros!”

 

Los soviéticos, sin cuernos ni rabos, les atendieron como si fueron sus propios hijos en unas colonias cerca de Moscú, donde vivieron unos años rodeados de cariño hasta que los alemanes invadieron la URSS. Entonces llegó de nuevo el miedo y revivieron la tragedia que habían padecido en su propio país en 1936. “Los rusos nos evacuaron entonces más allá de los Urales hacia Siberia, Saratov, Ufá y Novosibirski”. Mientras me lo cuenta va trazando con el dedo una línea imaginaria en la página de un viejo atlas que tiembla entre sus manos. “A mi hermana la llevaron a Taskent con los más mayores, a trabajar a las fábricas de armamento”. Al terminar su relato brindamos con vodka por aquellos rusos y le tiembla la barbilla. Me dice que algunos murieron en Stalingrado. Cuánto dolor y cuánto sacrificio.

Los niños que fueron evacuados a Francia, Bélgica o Inglaterra, regresaron al terminar la guerra a una España miserable de “vencedores y vencidos” como la de Areilza en su famoso discurso. Ya lo dijo Agustín González en aquella película tan hermosa y descorazonadora. “No hijo, no ha llegado la paz, ha llegado la victoria”. Los niños rusos volvieron más tarde, no todos, veinte años después, a mediados de los años cincuenta, convertidos ya en hombres y mujeres con oficios y formación, algunos incluso universitaria, algo absolutamente impensable para los hijos de los trabajadores en aquella España de entonces, donde solo había sitio en las aulas para los ricos. Victoria llegó a ser encargada de una gran empresa en Rusia y tuvo más de cien hombres a su cargo. Allí conoció a un chico de Bilbao, de los que salieron de Santurce, y se casaron.  A su regreso a nuestro país se instalaron en Basauri, donde pasaron a ser “los rusos”, gente discreta y amable que, sin embargo, fue recibida al principio con recelo por sus vecinos y vigilada por las autoridades franquistas, temerosas de aquellos jóvenes educados en el comunismo. “Lo éramos, del PCE y del PCUS. Un día antes del 1 de Mayo la Policía venía a casa, lo revolvían todo y a veces nos llevaban detenidos hasta que pasase aquella fecha”. Todo era nuevo para ellos en aquella España que trataba de olvidar la guerra, sumida todavía en el atraso y la ignorancia, donde las mujeres se llevaron la peor parte, relegadas a sus labores domésticas como imponía el nacionalcatolicismo.

 

“Cuando llegué aquí me presenté en una fábrica. Les dije que había sido encargada en una empresa en Rusia y se rieron de mí. Tuve que trabajar durante años montando pinzas de madera en casa para una serrería y lavando buzos de trabajadores de Firestone y la Basconia. Lo peor eran las costumbres y la escasa educación que había en España. Recuerdo cuando les hablaba a mis amigas de Basauri de los métodos anticonceptivos. Me miraban asustadas, avergonzadas, como si viniera de otro planeta”.

 

Mientras cierro los ojos imaginando a Victoria, rebelde, insumisa y tierna, tratando de explicar a aquellas mujeres que podían ser igual que los hombres, empieza a llover en el muelle de Santurce. Me acerco a los dos críos de bronce y acaricio sus caras como si aún estuvieran aquí, a punto de partir. En realidad, seguirán siempre vivos en mi memoria.

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