Ella es
una de aquellas personas que siempre ha creído que amor y lágrima
eran palabras unidas por la urdimbre de las noches y los días milenarios.
Hay
cosas que acontecen por sí mismas, lo acaba de leer en las páginas de un libro donde
el amor no termina de aparecer. O sí, ya lo ha hecho y ella no ha sabido verlo.
El intenso
olor a ausencia y martirio no desaparece en su alcoba. Recuerda sus recuerdos.
Los olvidados también. Tal es la fuerza desoladora de la soledad.
Pero al
mismo tiempo hay una sonrisa que se resiste a llegar al rostro de ella. Y
aterriza en él como una pluma. El amor tuvo instantes de pálida sensatez,
orgullo y paz. También.
A la
primera lágrima le siguen las suficientes como para que detenga sus
pensamientos y se mire de verdad a sí misma. Como lo que es, como lo que en
ella queda de amor.
El
amor es un amargo poso sin caricias ni bocas cuando persiste en su presencia de
despecho, de abandono, de desprecio, de casa hundida. El amor es lágrima cuando
ha desparecido.
Una
lágrima explota con tesón, es una lágrima de ébano y sangre. Pero el amor
enamora y evapora cada lágrima destinada a ser un vestigio amortiguado, una
amortización del pasado que se niega a pasar. Besos antes de ser lágrimas.
Besos que serán lágrimas.
Lágrimas consentidas. Lágrimas de fiebre. Lágrimas de
corazón y hueso, de hielo hambriento. La luz de la luna en el interior de una
lágrima.
Uno
de sus ojos ha de verter aún la única lágrima de amor que a ella le queda.
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